contra las cuerdas

La mirada de los otros

¿Otro disco de covers? ¿Qué pasa con los malditos discos de covers? ¿Y si crean un mercado paralelo de “versiones” (o re-re-re-versiones)? ¿Y si crean un ranking de discos de covers? Bueno, en el caso de que ese ranking existiera, seguro “The Brave And The Bold” no estaría ahí. El “disco de covers” que pergeñaron Bonnie "Prince" Billy (una de las identidades de Will Oldham) y Tortoise
(¿una de las identidades de John McEntire?) pasó tan inadvertido como pasan ahora la mayoría de los discos, salvo que una multinacional se encargue del marketing (poco probable) o que una mayoría espontánea se enamore del álbum (casi imposible). El ser otro CD de versiones, en los (¿últimos?) coletazos de esa tendencia superpoblada, también seguro le jugó en contra.
Para empezar, no podría pensar en nada más irreconciliable que la voz emotiva, profunda y áspera de Will Oldham y el sonido indiferente, delicado y distante de esos ensambles tan profesionales como experimentales de McEntire. No es que esté enfrentando una cosa con la otra, y por una vez (por esta vez al menos) no quisiera sonar irónica con respecto a McEntire (ni a David Grubbs ni a Jimbo O’Rourke). Es solamente que a mí la escena post-rockera de los 90 me deja fría. Y eso es muy difícil de explicar… Ni siquiera se trata de una cuestión de géneros o de estilos, de falta de conexión emocional o visceral con ciertos géneros que por definición ya nos pueden parecer fríos o duros. No. Además estos tipos se acercaron a toda una variedad de música con una versatilidad envidiable… Es solamente que… es del oído interno para afuera. Y así siempre lo he valorado. A pesar de haberme tragado discografías completas con mucho estoicismo, tratando de movilizarme más allá de lo imaginable, mi mirada sobre esa movida de Chicago (insisto, con todas las variantes) se reduce a un escueto: discos con vencimiento, de contenido volátil, ideales como disparadores y puntos de partida para salir rajando a otras tierras y si te he visto no me acuerdo! A algunos con esto les alcanza (y les sobra). Para mí fue (sigue siendo) insuficiente.
“Escucho el disco tal cuando estoy deprimido, escucho tal cuando llueve o cuando hace frío o cuando estoy eufórico”. Son expresiones que se multiplican por miles, tan cotidianamente que uno da por sentada esa situación “funcional” de la música. Hasta que un día le respondí a un amigo, casi por instinto: Es al revés. Los discos DEBERIAN cambiar tu estado de ánimo, tu percepción de las cosas, el ritmo en que caminás, todo. Es la música la que DEBERIA intervenir…
Con esta sentencia tan absoluta, y a partir de ahí, la música de McEntire y asociados (desde Tortoise hasta Sea and Cake, pasando por Gastr del Sol o Bastro) digamos a que mí no me intervino en NADA. Y con ese panorama, más allá de la voz de Oldham, es lógico que no esperara NADA del disco de covers en cuestión, salvo que el clan de Chicago me eyectara, como siempre, hacia otros rumbos. Pero la verdad es que me traicionó la curiosidad, y después muchas cosas más…
Lo mejor fue que la versión de “Thunder Road”, por la que yo me fui de boca detrás del CD, me terminó pasando por al lado, como si fuera una anécdota. Y desde el principio quedé enganchada con el disco por una cuestión muy simple: empieza con “Cravo e canela”, un temilla de Milton Nascimento, del discazo “Clube da esquina” (1972). Pero ese es el dato nomás, el asunto es la versión. Ahí no ya no queda nada de esa hermosa levedad-melanco de atardecer frente al mar brasileño (tudo bem, sim, mais que saudade!). No… Qué recuerdos ni sentimentalismos ni nostalgia del futuro distinto… Tortoise le mete tanta instrumentación que la canción se hunde en la arena, en la madera, en el cemento, y no existe más remedio que bailarla con ganas justo ahí, con el increíble portugués de borracho americano de Oldham, porque no hay manera de que la canción se vuele en nuestra cabeza. No hay interferencia posible…
¿Y “Daniel”, de la dupla John/Taupin? Estoy convencida de que los pañuelos tissue se inventaron para escuchar los discos de Elton John. ¿Y los compilados del tío Elton? Son una tortura a prueba de diabéticos y depresivos. Deberían venir con una advertencia tipo “explicit lyrics”… Tampoco es cuestión de joder con nuestras vidas emocionales… Cada vez que llegué a escuchar el original de “Daniel” ya estaba tragando saliva por “Your Song”, “Goodbye Yellow Brick Road” o “Blue Eyes”… En la versión de Tortoise, en cambio, y a pesar del conmovedor falsete de Oldham, es quizás la primera vez que realmente puedo escuchar la melodía de este tema.
Un consenso de críticas sobre el disco lo tachó de difícil, y hasta de lento, serio y aburrido. Se supone que no es lo que DEBERIA haber sido. ¿Por qué? ¿Por qué la guitarra final de “Calvary Cross” (impagable Bonnie Prince!) se tendría haber “extendido”? Sí, es cierto, te la cortan en seco los muy agretas. ¿Y? ¿Por qué al disco habría que tomarlo “de a poco” o “con paciencia”? ¿Por qué “Thunder Road” se tendría que lanzar como de una rampa “con un grito a lo Springsteen” para expresar que alguien quiere rajarse urgente de un lugar? ¿Por qué el “It’s Expected I’m Gone” de los Minutemen no podría “perder su pulso punk”? ¿Por qué somos tan intolerantes con la mirada de los otros? Si no podemos ni queremos escuchar ni sentir como los demás, ¿por qué cuesta tanto aprender y disfrutar de lo que queda, de lo insuficiente? ¿Por qué hacer elecciones tan taxativas y permanentes? ¿Por qué no ceder un pequeño lugar para lo que no podemos o queremos escuchar? La mayoría de las respuestas están en “The Brave And The Bold”, y no son tan difíciles de encontrar.

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En el verano, justo por la época que salió “The Brave…”, caí de canje a la disquería y llevé el “Live In Tokyo” (2003) de Brad Mehldau… Yo sí que le doy un uso “funcional” al piano. Já. Lo escucho solamente cuando me cansé de las guitarras. Pero no es poco…
“¿Qué es esto, otro disco de covers?”, le pregunto a mi amigo detrás del mostrador. “Mehldau no toca”, me respondió. “Solamente hace firuletes con el piano. Mete un montón de notas sin sentido encima de las melodías, las destruye, hace mierda canciones hermosísimas. No toca…”. “Pero es un disco de covers…”, le repito. “Y si, ¿vos lo llevás por el tema de Drake?”. “No, ni ahí. Uy, no, otra vez un tema de Radiohead, dejame de hinchar”. “Y bueno, son las cosas que le gustan a él. Y lo hace mierda a Paranoid Android”. “Lo voy a llevar por la de Gershwin, por Someone To Watch Over Me. Me interesa escuchar la versión”.
Como mucha gente de mi generación (bué, recién la escribí y ya estoy dudando de la expresión) escuché “Someone To Watch Over Me” por primera vez en la banda de sonido de “Manhattan”, con esa catarata de violines de la Filarmónica de Nueva York bajo la batuta de Zubin Metha. Y como casi todos esos extractos de la obra de Gershwin (especialmente “He Loves And She Loves” o “Embraceable You”) la canción siempre me remitió a la pareja que hacían Woody Allen y Diane Keaton en esa película, una pareja encantadora y bla bla bla pero que al final se separa. En esa asociación, jamás puede evitar que el gusto del tema fuera más bien amargo.
Tampoco pude separarlo nunca de la melancolía. Hace más de diez años que tengo el recuerdo puntual de una noche de otoño, en la soledad (temible) de la Plaza Sarmiento, esperando un colectivo. Todavía recuerdo el ángulo exacto de un edificio blanco que enfoqué, por la calle Corrientes, cuando “Someone to Watch…” sonaba en mi cabeza. Podría pintar ahora las ventanas iluminadas, las que tenían las persianas bajas, los esqueletos de los árboles sin hojas, los ojos entrecerrados por esa ventisca húmeda de esta época del año, y la fascinación de sentirse enamorado de nuevo, cuando uno creyó que jamás iba a sentir lo mismo, y menos con esa intensidad.
El efecto melanco (más para el lado de la pura tristeza que el de la remembranza) se acentuó sin retorno cuando escuché la versión de Keith Jarrett, la que está en “The Melody At Night, With You” (1999). Jarrett grabó ese disco en su casa, en la época en que le diagnosticaron el síndrome de fatiga crónica. Por momentos parece que el tipo se hunde en las teclas con cada nota, y hasta se escucha una especie de suspiro, de quejido enfermo en el medio de “Someone…”. Una vez sentí literalmente que me descomponía escuchando esta versión. Por eso preferí dejarla en un disco ajeno, sin grabarla.

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Como muchos rockeros (seguramente también de mi generación), escuché a Brad Mehldau por primera vez después de leer una entrevista a este joven poco desconocido en una revista de rock. Justo por esos días alguien me regaló un disco del tipo (“Elegiac Cycle”, del 99), el mismo que yo tenía “señalado” en la revista en cuestión. Esa coincidencia ya me pareció un buen indicio para darle una “oportunidad” a un pianista…
El problema es que Mehldau también me deja fría, ya que ni siquiera puede conmoverme desde la genialidad, como Evans o Monk. Sus discos con el trío me encantan como un desprolijo baile coreografiado, las melodías de “Bard”, “Resignation” o “Goodbye Storyteller” me dejan suspendida en un hilo y después me las olvido, y amé sus reflexiones en el booklet de “Elegiac…”, pero es todo teoría. Lo que nunca pensé, eso sí, es que Mehldau iba a cambiar de raíz mi arraigada percepción de “Someone To Watch Over Me”.
Ahí en “Live In Tokyo”, un compacto con pobre destino de discoteca snob, con cara de vidriera (fugaz) de Zivals, con olor a canje oportunista (como el mío) está la más hermosa canción de Gershwin que por unos diez minutos no se va a parecer a nadie, a la de ninguno. Ni un solo recuerdo de días tristes, ni amores imposibles, ni primaveras, ni pérdidas, ni otoños. Ninguna angustia del presente o el futuro. Ninguna euforia, ninguna desilusión, ninguna esperanza… Solamente un montón de notas, de firuletes, de melodías perdidas antes del nudo en la garganta, armonías que uno intenta seguir desde el fondo del oído como un juego, un número de circo para el asombro, dibujando una serie de muecas, moviendo la cabeza, la mirada en cualquier lado, las manos escribiendo en el aire… Ningún espacio para pensar, detenerse y mucho menos seguir escribiendo…
Entonces, justo ahí, ni antes ni después, siempre mientras la canción suena, yo bendigo a los McEntire y a los Mehldau. Doy gracias por estos falsos oradores, melodies destroyers, verseros de la teoría, firuleteadores… Bendigo sus laboratorios y sus huidas de los conservatorios… Y supongo que tarde o temprano todos quedamos así, desnudos y desarmados, solos ante la música.