contra las cuerdas

Utopía

Una vez fui a la casa de un tipo que tenía una discoteca que no pude olvidar. Estaba en un rincón, con estantes de madera lustrosos, todo muy lindo y arreglado. Lo primero que le pregunté fue cómo estaban ordenados los compactos. Y él me contestó señalando: de este lado están todas las mujeres, y en este costado están todos los hombres. De entrada ya me pareció un “orden” de lo más curioso, pero un escalofrío me corrió por la espalda cuando me imaginé, en un abrir y cerrar de ojos, qué sería de mi propia discoteca con ese “orden”: una línea infinita en el lugar de los hombres, y apenas unos CDs que no se pueden sostener unos con otros en el estante de las mujeres. “Bueno, eso no es gran cosa”, me dije. “Realmente no importa el asunto de la cantidad”. Eso sí: espero que ningún detective busque mis huellas digitales en los discos que compré de Joni Mitchell porque no las va a encontrar. Ni tampoco en los de Patti Smith. Tal vez a esos discos los escuché “con pinzas”. Tal vez. Porque ni me acuerdo si realmente los escuché. No podría nombrar un solo tema de ninguna de las dos. Es más, a esta altura creo que podría confundir la voz de Joni Mitchell con la de Nico, la de Marianne Faithfull, la de Tanita Tikaram
Odio cuando en Mal Elemento ponen discos de mujeres en el “Soundtrack of our lives”. Y veo como los hombres comentan y comentan, ríos de caracteres en Haloscan, y yo no puedo ni abrir el pico, soy incapaz de escribir una sola puta palabra. Claro que alguna vez yo también escuché la radio y me quedaba colgada de MTV. Claro que adoro a Chrissie Hynde cantando “Hymn To Her”, a Madonna cantando “Oh, Father” y a Cindy Lauper cantando “True Colors”… Claro que me reconforta el tono revanchista de Tina Turner en “Better Be Good To Me”. Claro que recuerdo cuando “Fast Car”, ese tema de Tracy Chapman superquemado por las FMs, sonaba como una plegaria desde la radio AM de un sanatorio, mientras yo creía que me estaba muriendo. Entonces sentí que era mucho mejor que una voz de mujer llenara ese momento… Pero fueron apenas unos minutos.
También podría decir que me gustan las “chicas” de Fleetwood Mac cantando “Gold Dust Woman”. Aunque lo que más me atrae es la historia de esas dos rubias, que en mi adolescencia yo veía como unas “viejas teñidas”. Me refiero a los quilombos que las enredaban con los tipos del grupo… Dios sabe lo que habrán tenido que pasar para estar ahí: mujeres en un mundo de hombres. De todas formas rara vez las escucho. Y mucho peor me va con los grupos “liderados” por mujeres. Esos están descartados, uno por uno, desde Siouxsie and the Banshees hasta Garbage, desde Blondie hasta Cowboy Junkies.
No las conozco personalmente, pero me consta que hay mujeres que sólo parecen escuchar a cantantes y compositoras. Sus pequeñas discotecas son una especie de resumen plástico del Lilith Fair. Si yo le diera una sola mirada a esas hileras de compactos siento que me moriría de embole. Pero en el fondo debo tener envidia: esa es una gran parte de la música que yo me tengo vedada, a la que no puedo acceder. Es cierto que cuando tuve que escuchar por cuestiones de trabajo algunos discos grabados por mujeres nunca me llegaron a incomodar. Sin embargo ahí están, no los volví a escuchar.
Siempre odié ese mundo dividido en hombres y mujeres, odio eso, pero lo cierto es que está tan dividido como la discoteca de ese tipo. Y me encantaría decir que cuando vi esa discoteca me sentí mal por una cuestión de “limitación musical” o algo por el estilo. Pero la verdad es que me sentí mal porque soy una mujer que no escucha ni compra ni tiene discos de mujeres. Borré sus discos como de la memoria de una computadora, los negué como si no se hubiesen editado, los evité como si me hubiesen hecho algún daño. Las borré: PJ Harvey, Kate Bush, Björk, Tori Amos, Laurie Anderson, Janis Joplin, Natalie Merchant, Liz Phair, Suzanne Vega, Rickie Lee Jones… Las ignoré, a todas. Y ya no vale que alguien me diga “te recomiendo esta”, o “empezá por la otra”, o “este disco sí te va a gustar”. No los puedo escuchar. No.
Al principio pensaba solamente en una causa: no sentía una real identificación con ninguna, o no encontraba un verdadero valor en lo que hacían. Pero a esta altura presiento que debe ser algo peor: tengo miedo a la voz femenina cantando sobre pasiones, secretos, necesidades, deseos, fracasos, furias y alegrías que también podrían ser mías. Tengo terror de que en los sonidos que me fascinaron toda la vida pueda encontrar mi propia soledad, recuerdos del aislamiento y la vergüenza, mi voz acallada entre tanto ruido, tantos empujones, tanta seguridad, tanta arrogancia, tanto rock en un mundo rockero de hombres.

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En los 80, Utopía era “la” disquería de rock de Rosario, la disquería de los “importados”, el lugar donde iban a comprar los que se suponía conocían de rock. En aquel entonces estaba en una galería del centro, una galería que perdió todo su encanto cuando Utopía se mudó a un local más grande, vaya ironía, justo en la época en que empezó a caer irremediablemente la venta de discos. Pero entre el 86 y el 89, los sábados cerca del mediodía, la disquería era un hervidero de gente que revolvía bateas más apretujada que en un boliche. El nombre del lugar lo decía todo. Yo llegaba ahí, después de una hora de viaje en colectivo, con la ansiedad de alguien que tuviese un ticket para entrar al paraíso.
Solamente había un pequeño inconveniente. Además de “la” disquería de los importados, Utopía era, y más con esa luz tenue del local, un verdadero "club de hombres". Daba la sensación de que era un cabaret donde las chicas no podíamos entrar. Yo me quedaba un rato afuera, mirando la vidriera, escondiendo la billetera, haciéndome la que pasaba nomás. El que me salvaba era Gaby, el vendedor. Todos los vendedores de las disquerías son hombres, y sólo un hombre, y con cierto poder (ser el vendedor) le puede dar a una mujer el paso a un mundo exclusivo de hombres. El pegaba un golpecito con los dedos sobre el vidrio, y yo me hacía la sorprendida, y así pasaba a revolver las bateas con un poquito más de confianza.
Ya adentro me refugiaba en la tapa de los vinilos, como alguien que entra en un limbo y no ve nada alrededor. Me sentía segura pasando a toda velocidad los cartones embolsados, mientras las manos me quedaban negras por el hollín y la tierra. Pero también me sentía invisible en Utopía, un fantasma que pasaba inadvertido, que debía pasar inadvertido. Siempre se me adelantaban en la cola para la caja, y en las bateas por abecedario que estaban superpobladas también. Era la única mujer en el lugar, se supone que debían cederme el fucking turno, o por lo menos respetar el mío.
No creo que haya sido un tema de descortesía. Creo sencillamente que nunca me vieron. O nunca quisieron verme. No recuerdo a nadie que me haya dirigido la palabra, excepto el vendedor, claro, y eso que estamos hablando de un local lleno, con gente de distintas edades, gustos, personalidades… Supongo que habrá sido así, no sé, porque jamás llegué a conocer a nadie de los que estaban ahí. Para mí eran mucho más reales los hombres que asomaban desde las tapas de los discos que los que se amontonaban en la disquería. De los músicos al menos conocía las voces, lo que me hablaban a través de las canciones, todo tipo de datos de sus vidas. En cambio, de los pibes rockeros y vejetes hippies que pululaban por Utopía, con los que a veces nos rozábamos los cuerpos esperando en la batea de la R-S-T, en unos movimientos que no eran para nada sexies, no sabía absolutamente nada.
El vendedor solía contarme que algunas chicas iban a la disquería, unas que compraban discos de Bowie, pero yo jamás las vi. En Buenos Aires no era muy distinto. Mientras iba a comprar allá, siempre era la única chica en El Atril, Abraxas, Transilvania, Fénix y otros reductos que no recuerdo. Una sola vez vi entrar a una chica a El Atril, pero resultó que iba a comprar algo para el novio.

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No tuvo que pasar mucho tiempo para que me diera cuenta, cuando era adolescente, que andar con un vinilo de los Stones bajo el brazo bastaba para ahuyentar a cualquier chico. Una pasión, un gusto, un disco, tantas cosas que sirven como un guiño de afinidad, y que se usaron durante años como un “arma de seducción”… Bueno, yo me di cuenta muy rápido de que en realidad eran un “ama de doble filo”. El chico de la clase de inglés que me gustaba prácticamente dejó de hablarme cuando le recité de memoria la discografía de Led Zeppelin (entonces la sabía…). Y esto se repitió durante años. Nunca logré saber si los alejaba una especie de intimidación, respeto, auténtico miedo o absoluta repulsión. Sólo sé que pasaba, y con los hombres más variados. Aunque si se trataba de “músicos” creo que salían corriendo más rápido…
Esta percepción adolescente fue cambiando con las décadas, mientras conocía a hombres diferentes y mi universo de referencias (siempre tan limitado al rock, y al cine, se ampliaba también). Sin embargo, nunca dejé de percibir, como una tormenta que uno siente llegar desde lejos, el “ruido interior” que delata a los hombres cuando una mujer habla con pasión de un disco, un grupo o un solo de guitarra. Y ni hablar si ven a una mujer saltando como loca por la casa (o en los mismísimos recitales) mientras escucha a los Beastie Boys, los Sex Pistols o un tema de The Cult (como una vez me “pillaron” a mí). Puede ser que se queden mirando con un gesto de simpatía y extrañeza. Pero después, de una forma u otra, se alejan.

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Hace unos 20 años las chicas ni asomaban por los recitales de rock, salvo en algunos muy específicos. Y las que iban me daban la sensación de ser “un paquete en las motos”, como describían los sociólogos norteamericanos a las chicas del ambiente del rock en los comienzos, en la década del 50. En los 90, sin embargo, el paisaje cambió por completo. Cuando los grandes recitales se convirtieron más en eventos sociales y en encuentro de marcas que otra cosa, las chicas parecían invadir los estadios, bien visibles sobre los hombros de los chicos en el campo, vociferando las letras de las canciones y comprando merchandising. Yo observaba este espectáculo con una secreta alegría, con la vana ilusión de sentirme “acompañada”, pero con el tiempo me fui dando cuenta de que se trataba solamente de eso, de un “espectáculo”. Pensé que de esa fiebre consumista por el rock iba a decantar en una generación de chicas interesadas por algo más que el último disco, el recital de turno o la estrella del momento. Pensé que una brigada femenina iba a invadir los escenarios rockeros, los medios rockeros, los espacios rockeros todos. Pero eso nunca pasó. Las bandas de chicas fueron “bandas de chicas” (y yo las vi pasar y muy poco las escuché), y las periodistas, críticas, escribientes de rock o cómo se llamen terminaron siendo los “casos aislados” de siempre (y yo las vi pasar y muy poco las leí). También es cierto que rara vez vi una firma femenina en las críticas de las revistas inglesas y norteamericanas. Pero nunca me preocupó eso como una cuestión de género o de espacio. Me preocupó más bien que no me preocupara.

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Ahora siento la extraña sensación, como una profecía, de que recién cuando escuche todos esos discos de mujeres que tengo negados, pendientes o simplemente desconocidos, voy a poder hablar con mi propia voz. Y que mis textos nunca van a ser confundidos con los textos de un hombre, como siempre me pasa cuando firmo con seudónimo. También tengo un sueño recurrente, un sueño que solamente sueño despierta. Ahí me veo como la nena disfrazada de abeja de aquel famoso video de Blind Melon, esa nenita que después de sentirse tan distinta y desubicada en todas partes, descubre en un campo verde y abierto un montón de gente-abeja igual a ella. Así me imagino que nos encontraremos algún día todas las chicas, mujeres que escuchamos, leemos y escribimos sobre rock, y desde lejos, muy desde lejos, los hombres que escuchan rock van a mirarnos con el sol de frente, como una imagen velada, y van a pensar en voz alta: “Mirá las chicas que escuchan rock, cómo saltan, cómo se divierten, cuántas que parecen así, todas juntas… Mirá qué felices parecen las chicas que escuchan rock. Algún día, tal vez, nos hagan felices a nosotros”.