contra las cuerdas

Mutations

Hoy es otro jueves. Desde 1998 voy a “cubrir” cine todos los jueves. Es una pasión que se transformó en hábito, que se transformó en trabajo, que se transformó… como todo. Estoy sola, y es lógico. ¿Quién te va a acompañar a ver la película número 48 de Drew Barrymore? ¿O la comedia romántica número 20 de Hugh Grant? Uno ya les dice “no, no vengas”. Es para ahorrarle a quien sea el mal rato. Pero eso no es lo peor. Lo peor es que estoy sola en la sala de cine, y además estoy prácticamente sola en un complejo de cines que tiene 13 salas, candy bar, juegos electrónicos, un bowling, comercios… Me acuerdo de la película de Tony RichardsonLa soledad del corredor de fondo”. Y a mí hoy me podrían agarrar para hacer “La soledad del crítico del jueves”. Una película de terror, realmente.

¿Quién puede pensar que es el paraíso estar solo en una sala, tener una sala de cine para uno solo? Es la situación más triste del mundo. Las butacas vacías se alinean como las tumbas de esos cementerios de guerra que se ven en las películas. Infinitas, impasibles. Podría pensar que es la misma soledad que cuando miraba videos en la casa de mis viejos, cuando todos se iban a dormir. Ahí me instalaba con las películas de Fellini, Pasolini, Bertolucci, Antonioni, Capra, Allen, Bergman, Fassbinder, Kurosawa, Scorsese, los Coen, Godard, los Taviani, Wenders… Era una ceremonia privada, casi un secreto, un pecado, un descubrimiento. Los domingos aprovechaba que mi familia se iba al campo para convertir el living en un cine casero. Tapaba las ventanas con telas gruesas, pesadas, cerraba todas las puertas y ahí me quedaba, con la videocasetera que me habían regalado a los 15, “el regalo” que yo había pedido, un supuesto pasaporte a la felicidad. Pero esta soledad de los jueves, y más en el complejo Village, es la soledad más obscena que yo haya visto, que haya experimentado. Es una vergüenza, una vergüenza que siento ante mí misma, y también ante los empleados que andan por ahí con esas radios, los únicos que me están viendo entrar. Hay más pibes con esos walkie talkies que gente en las salas. Es obsceno.
Yo no quiero esto, hace mucho que no lo quiero. No quiero esta casual, improvisada soledad de estúpido crítico en avant premiere. Yo quiero la sala llena, gente sentada en las escaleras, quiero el ruido a pochoclo, a papel de caramelos, quiero putear al gordo cabezón que se sentó adelante, hacer callar a las viejas que murmuran atrás. Quiero ver gente peleándose por una entrada, colas que den vueltas y vueltas en el enorme y ahora vacío lobby del Village. Y no me importa tener que esperar.

¿Dónde carajos se fueron todos?, me pregunto ahí sola, sacando la entrada. ¿Dónde se fue el pendejerío made in peloteros? ¿Y los adolescentes que se miraban una hora en los amplios espejos de los baños pintados de rojo? ¿Y nuestro querido público pochoclero, ese que entraba al complejo como al reino del aire acondicionado sin importarle un cuerno qué película iba a ver? Yo creo que ya no va a venir nadie ni en la época de los Oscars.
Lo más probable es que los pibes estén chateando a full en el ciber. Mirá si van a estar en estos juegos vetustos tipo Sacoa. Por favor… En la enorme sala de juegos del Village hasta hay unos flippers. Hay uno de “Arma mortal 3” que debería estar guardado en algún museo de la era paleozoica del entretenimiento. ¿Y los grandes? Supongo que los de 20, 30 y 40 se fueron a dar la vuelta del perro a los flamantes shoppings, mareándose entre precios imposibles y maravillados por la gran “cosa nueva”, completamente indiferentes a su fecha de vencimiento.

Mientras tanto, los locales comerciales del Village están casi todos cerrados. Lo único que espero es que cuando cierren el café Fellini me avisen, a ver si me dejan llevar esos afiches enmarcados de “8 y 1/2”, “La dolce vita” o “I vitelloni”. Pero ni eso van a dejar. Si se rajan, van a rajar con todo. “Acá había gente que pagaba una entrada para venir a los baños”, pienso. Sí, pagaba una entrada al cine para ir a los baños del Village. Lo juro. Ahora las puertas de los baños no funcionan, ni música funcional hay. Por los parlantitos te mandan directo el sonido de las salas, y así parece que estás meando en medio de una película. El otro día pedí un cortado y la leche estaba agria. Tendría que haberlo devuelto, por los tres pesos que te lo estafan. Pero me dio tristeza, la verdad. Ahora tengo la sospecha de que hasta el pochoclo está vencido.
A esta altura, esa especie de estrella de mármol que está en el centro del lobby parece el decorado de una peli de ciencia ficción berreta. Hay que hacer la prueba de pararse ahí y mirar alrededor el espacio vacío. Es irreal. A veces tengo la fantasía de que podría robar todos los libros de Cúspide, uno por uno, sin que nadie se diese cuenta. Apenas hay dos personas en la hilera de cajas, y ni una en las pochocleras. Y esa tentadora estética Las Vegas. “Ocean's Eleven”. Sería como robar un casino…

El Village Rosario se inauguró en 1998. Según los datos oficiales tiene capacidad para tres mil localidades, y la inversión inicial fue de 14 millones de dólares. Las versiones extraoficiales siempre hablaron de lavado de dinero y beneficios impositivos varios. Pero lo más importante es lo que el Village simbolizó en un principio para Rosario: la llegada aplastante de la modernidad, del sueño noventista del Primer Mundo, de esa suerte de demonio que venía a terminar con los viejos cines tradicionales del centro… Qué risa… La historia es que los cines del centro se aggiornaron, agregaron salas, retapizaron las butacas (que siguen siendo tan incómodas como antes) y pusieron candy bar con bandejitas y todo eso. Una prueba (más) de que nunca hay que tenerles tanto miedo a los demonios… Y como si fuese poco, ahora todos parecen estar esperando que se inauguren los multicines de los dos nuevos shoppings, que según cuentan vienen con butacas reclinables… Quién sabe en cuánto tiempo estarán rotas, en el mejor de los casos, o vacías.

Una vez escribí que el bowling del Village era el lugar ideal para escuchar el “Mutations” de Beck. El disco salió el mismo año en que se inauguró el complejo. La teoría era que la bola, en una imaginaria cámara lenta, giraba a la velocidad exacta de “Cold Brains”. Y también pensaba que el disco tenía esa atmósfera tan americana, tan decadente del lugar, un poco de plástico y brillo perdido en el medio oeste rosarino. Hay gente que todavía recuerda ese comentario. “Pobres”, pienso ahora. “Cómo les cagué la referencia de ese disco con ese recuerdo deprimente de mierda”.

“Who would ever be so cruel
Blame the devil for the things you do”

Hay pocos lugares tan bajoneantes como ese bowling. Antes había que pedir turnos para jugar, ahora sobra espacio (y tiempo). Creo que en cualquier momento van a aparecer los personajes de “El gran Lebowski”… Ya es de noche cuando salgo del cine. Atravesar la playa de estacionamiento del Village es como caminar por el desierto de Nevada. Miro el complejo desde la calle y me hace acordar al Flamingo, aquel casino solitario que había fundado Bugsy Siegel, el personaje de Warren Beatty… No hay nadie, como siempre, como todos los jueves.

“Who would ever notice you
you fade into a shaded room…
It's such a selfish way to lose
the way you lose these wasted blues, these wasted blues”


Mañana chequearé el elenco de la peli, la banda sonora, la filmografía del director. Ahora no tengo ni hambre, me quiero ir a dormir. Lo único que espero es conseguir un taxi, porque ya no hay ni taxis en la parada del Village. Antes te esperaban en la puerta como limusinas a la salida de un boliche o algo así. Pero ese era un hábito que se transformó en trabajo, que se transformó en falta de trabajo, que se transformó… como todo. Y yo me voy sola, tratando de rescatar lo único que queda de todo esto, que son algunas melodías tristes de “Mutations”, y aquella canción que repetía:

“Tell me that is nobody’s fault,
nobody’s fault, but my own
Tell me that is nobody’s fault,
nobody’s fault, but my own”.

Bobby Jean

Durante más de 20 años viví en la Argentina con la certeza de que haber nacido en esta parte del planeta era el peor castigo que a cualquier persona le podría haber tocado. Sólo eso justificaba que creyera en Dios. “Esto es un castigo, una cruz impuesta por alguien, no puede ser otra cosa”. Recuerdo que hasta aquel entusiasmo del 83 fue un bajón. Mi familia era peronista y no festejó. No sé si algún libro habrá contado o contará, con una descripción a escala real, sobre la cara de orto de los peronistas en la década del 80. Era una mezcla de frustración, vergüenza, impotencia y un deseo, rara vez confeso, de que todo se fuera a la mierda. Yo nací en una pequeña ciudad industrial del interior, una ciudad donde recién este año se dieron por enterados de que había desaparecidos enterrados en el cementerio. Iba a un colegio católico de clase media “no enterada”, como mi familia, con la diferencia de que me señalaban con el dedo por “ir a los actos con toda esa negrada”. Para colmo, en mi casa, de una u otra manera, te transmitían esa idea de que los 80 iban a ser un infierno, de que no había salida. Recién en el 89 se les fue ese rictus de la cara, pero después de la euforia del 90 las cosas no cambiaron demasiado. Resulta que les habían vendido gato por liebre y todo volvió a cero: el mismo desengaño, el mismo desencanto de siempre.
Ahora me cuento esto tratando de explicar por qué, justo en el 83, yo me empecé a meter en el universo de un país que no era el mío. Detrás de los ojos celestes de Paul Newman en “La leyenda del indomable”, una película que mi viejo adoraba y siempre miraba por televisión, yo empecé a descubrir que había un “mundo mejor”. Detrás de “ET”, de “Rocky”, de “Brigada A” y de las películas de Hollywood que daban en el ciclo “Chesterfield”… En poco tiempo andaba por la biblioteca municipal leyendo todo lo que podía sobre la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Corea, la de Vietnam, el macartismo… la historia de la humanidad según los Estados Unidos de Norteamérica.

No era el lugar, pero era el momento justo. El 84 fue un año clave para mi generación… El comienzo de la adolescencia y… discos. Hasta entonces yo solamente había escuchado la banda de sonido de “Fiebre de sábado por la noche” y esos cassettes truchos “FM USA”, y estaba fascinada con canciones como “The Union Snake”, “Purple Rain” y “The War Song”. Pero era la típica fiebre adolescente por los hits de la radio (o al menos eso creían “los otros”…). El gran anzuelo, la gran coartada, me agarró desprevenida por otro lado: la revista de Clarín que compraba mi tía y que yo leía a escondidas de mis viejos. Es que las robaba para recortarlas. Primer recorte: nota sobre el “nuevo fenómeno” en Estados Unidos: Michael Jackson.
Segundo recorte: nota sobre el “más nuevo fenómeno” en Estados Unidos: Bruce Springsteen. ¿Alguna diferencia? ¿La imagen? Para mí no. ¿La calidad de la nota? Tampoco. Era el párrafo de una canción que se transcribía en la nota: “Nena, esta ciudad te arranca los huesos de la espalda/ es una trampa mortal, es una trampa suicida/ Tenemos que salir de acá mientras seamos jóvenes/ Porque los vagabundos como nosotros nacimos para correr…/ Las autopistas están atascadas de héroes rotos…/ Todos han salido esta noche/ Pero no hay ningún sitio donde esconderse…”.
Yo no lo podía creer. Quedé muda, extasiada. Releía el párrafo sin parar. “Esto es acá, su ciudad es mi ciudad, me está hablando a mí. Sí, habría que irse, irse de esta ciudad, de esta escuela, de este fracaso, de las burlas… pero no hay ningún lugar donde esconderse”. El 84 fue un año clave para mi generación: o te quedabas con “Thriller” o con “Born In The USA”, y tu vida podía cambiar en dos sentidos muy diferentes.

Todo ese mundo que yo estaba creando en mi cabeza se materializaba en un único lugar: la casa de mi abuela en Rosario. Mi abuela me llevaba siempre al cine y me compraba todo lo que le pedía. Cuando fuimos a comprar “Born In The USA” en una disquería grossa que estaba por peatonal San Martín, yo escuché una frase que nunca más en la vida: “Ese disco está agotado”. ¡¡Agotado!! Guauu. El primer disco de rock que voy a comprar y está… agotado. Nunca más, salvo en el 94 (con “Definitely Maybe”) yo tuve la sensación de estar comprando “el disco del momento” (aunque el significado de ese “concepto” tenga muchas acepciones).
Creo que esperamos un tiempo hasta que por fin tuve mi casetito de Columbia/CBS. En realidad no lo recuerdo bien, porque después de escuchar el disco fue como que me desmayé y perdí la memoria. One, two, three, four… Jamás había sentido una voz así. ¿Y la banda? La banda era (y sigue siendo) de otro planeta. ¡Qué melodías pop de la radio ni nada! Esto era aplastante, conmovedor, te-lle-va-ba.
Las letras no venían en el cassette, yo las sacaba de esas revistitas para fans con fotos. En realidad no hacía falta. Las letras se entendían, se entendían todas, a pesar de la pronunciación imposible de Springsteen. La melancolía de “Downbound Train”, la calentura de “I`m On Fire”, la alegría de “Darlington County”. Pero por sobre todo las entendía porque “Born In The USA” es un disco absolutamente adolescente. Springsteen tenía 35 años cuando lo compuso, y el disco es la adolescencia revisitada desde los 30. “Aprendimos más de los discos de tres minutos que de todos los años que pasamos en la escuela” (“No Surrender”). “Me miro en el espejo y quiero cambiar mi ropa, mi pelo, mi cara…Te sentás ahí envejeciendo, hay un chiste dando vueltas y es sobre mí” (“Dancing In The Dark”). Y después estaba la canción que a mí me obsesionaba, “Bobby Jean”. Springsteen le hablaba a un amigo, su alma gemela de la adolescencia, alguien con quien se había escondido del “dolor del mundo”. Era un amigo que ya no estaba, que se había ido. A los 13 años yo soñaba con ese personaje (“you hung with me when all the others turned away, turned up their nose…”) y sentía que Bobby Jean también se había ido, por no aceptar, mucho más dolorosamente, que nunca había estado. Hoy en día “Bobby Jean” me sigue pareciendo la canción adolescente más hermosa de la historia del rock. Pero entonces yo no entendía, y me sublevaba, por qué un tipo que vivía a miles de kilómetros, en otro planeta, podía cantar con tanta naturalidad sobre las cosas que a mí me pasaban, mientras en mi propio país no se me movía un pelo con las canciones de Sui Generis en los picnics del colegio, ni por las de Miguel Mateos ni Soda Stereo. “Porque la música que pasan no tiene nada que ver con mi vida”, como poco después cantaba alguien que yo no conocía.

Por esa época empezaron los paros de los maestros. Así que a la mañana bien temprano yo tenía el radiograbador preparado: si en la radio confirmaban el paro, al toque apretaba el play y me quedaba todo el día escuchando el cassette. A partir de ahí la escuela se convirtió en la peor tortura: me quitaba tiempo para el disco, las películas, la guerra de Vietnam… Mi aspecto de colegio de monjas cambió por un par de jeans rotos y unas botas de cuero negras que no me saqué en todos los años 80. Nada de colores fluo ni asaltos. Dale al inglés y a “Born In The USA”, mientras mi abuelastro, que en las sobremesas seguía poniendo los discos con los discursos de Perón y Evita, me veía como a una pobre, irredimible “colonizada cultural”.
Cuando compré “Born To Run” ya no me saqué el walkman ni para ver la entrega de los Oscars.
Yo sentía que los demás hablaban, comían, festejaban cumpleaños… Los maestros ya no tenían nada que hacer. El colegio, mis compañeras de clase, mi familia. Ya nadie tenía más nada que hacer. Yo escuchaba: “The screen door slams/ Mary’s dress waves/ Like a vision she dances across the porch/ As the radio plays/ Roy Orbison singin’ for the lonely/ Hey that’s me and I want you only…” (“Thunder Road”). Ahí estaban las líneas que había leído a escondidas en la revista. Y “Night”, que era perfecta, adictiva. Y “Meeting Across The River”, que me hacía llorar. Y los gritos finales de “Jungleland”, que resumen en un solo sonido lo que se dijo en cientos de canciones de protesta.

Nunca pude ver a Springsteen como un músico, un artista, un hombre. Poco me interesaron (a diferencia de otros músicos) su vida privada, los detalles de su biografía. Para mí Springsteen siempre fue un lugar. Una ciudad, una autopista, los autos sobre esa autopista y la gente que los manejaba. Una plaza, una calle, sus casas, la gente que vivía en esas casas. Un tren, una vía, una frontera, un bar y la gente que pasaba horas en ese bar. Un camino, un puente, un río y la gente que se suicidaba en ese río. “Nebraska” y “Mary Queen Of Arkansas”. “4th Of July, Asbury Park” y “Tenth Avenue Freeze-Out”. “Candy’s Room” y “Factory”. “The River” y “My Hometown”.

En el 85 descubrí que el rock también había nacido en los Estados Unidos y cartón lleno. Un año después quería interrumpir los actos del colegio para recitar a Bob Dylan y a Allen Ginsberg. Si hasta mis ídolos ingleses veneraban a los norteamericanos. Bowie le había escrito una canción a Dylan (“cualquiera de tus borradores podría mandarme de vuelta a casa…”) y también hizo una versión maravillosa de “It’s Hard To Be A Saint In The City”. Más pasaba el tiempo, más me dolía cuando escuchaba a alguien decir “estos yanquis hijos de puta”. Porque yo pensaba en Springsteen, obviamente, y después se agregaron Dylan,
Francis Ford Coppola, Martin Scorsese, Steven Spielberg, Velvet Underground, Tom Petty, John Huston, Jack Kerouac, William Burroughs, Allen Ginsberg, Woody Allen, Paul Westerberg, Hüsker Dü, Hunter S. Thompson, Truman Capote, Bob Fosse, los Pixies, Mercury Rev, Pavement, Iggy Pop, David Byrne, Tom Wolfe, Norman Mailer, Paul Newman, Henry Miller, Ernest Hemingway, Greil Marcus, George Gershwin, Miles Davis, Joe Eszterhas, David Fricke, Noam Chomsky, Francis Scott Fitzgerald…
Y eso que ahora, más que nunca, siento presente esa sentencia que Henry Miller escribió en 1936: “Veo a América diseminando el desastre, veo a América como una negra maldición sobre el mundo”. Y todavía me duele…

En el 98, en el primer diario donde trabajé, me di el gusto de escribir una nota reivindicando el “Born In The USA”, malinterpretado (y usado) en su época como un símbolo de la era Reagan y despreciado por algunos fans de El Jefe por sus hits trillados y su “sonido ochentoso”. En este nuevo siglo, más allá de cambios estéticos, Springsteen seguía siendo para mí lo que esencialmente había sido y significado: un lugar. Hasta tal punto que recién comprendí el desastre del atentado a las Torres Gemelas cuando escuché “The Rising”.
Así y todo me enojé, me cayó muy mal en principio verlo en medio de la campaña de Kerry.
Entendía sus intenciones, pero me chocaba verlos involucrados a él y a su música en algo tan
vapuleado como el sistema electoral norteamericano. Pero Springsteen volvía a hacerlo todo tan honesto, visceral y transparente como sus canciones. “Hay una larga tradición de artistas involucrados en la vida de este país… Yo lo veo como una parte fundamental de mi trabajo”. Si Springsteen alguna vez estuvo mintiendo, entonces miente muy bien.

Todavía no puedo creer que hayan pasado 20 años de aquel disco “agotado”. Y mucho menos que yo ya no me sienta incómoda viviendo en mi país. Repito que amo mi idioma, que quiero conocer la Argentina y toda Latinoamérica. Pero en el fondo tengo miedo de que sea una excusa, otra excusa más, para no pretender poner nunca un pie en los Estados Unidos, para no enfrentarme a ese fantasma enorme, inconmensurable, más por lo que significa en mi memoria que otra cosa. Siempre dejé que fuera una tierra de sueños propios y pesadillas ajenas. Siempre voy a dejar que sea como Bobby Jean, el amigo que se fue, que nunca estuvo. Como canta Springsteen, a tantos kilómetros de distancia.

Well, I came to your house the other day
Your mother said you went away
She said there was nothing that I could have done
There was nothing nobody could say
Me and you, we've known each other ever since we were sixteen
I wished I could have known
I wished I could have called you
Just to say goodbye, Bobby Jean

Now, you hung with me when all the others
Turned away, turned up their nose
We liked the same music, we liked the same bands
We liked the same clothes
We told each other that we were the wildest
The wildest things we'd ever seen
Now I wished you would have told me
I wished I could have talked to you
Just to say goodbye, Bobby Jean

Now, we went walking in the rain, talking
About the pain that from the world we hid
Now there ain't nobody, nowhere, nohow
Gonna ever understand me the way you did
Maybe you'll be out there on that road
Somewhere in some bus or train
Traveling along, in some motel room
There'll be a radio playing and you'll hear me sing this song
Well, if you do, you'll know I'm thinking of you
And all the miles in between
And I'm just calling you one last time
Not to change your mind, but just to say I miss you, baby
Good luck, goodbye, Bobby Jean


Speed of music

Hace unos meses un amigo me dijo: “¿Cómo? ¿Todavía estás escuchando el disco de los Beastie Boys?” Sí, hace dos semanas que lo estoy escuchando, ¿y qué? En el medio escuché otras cosas, pero ese disco está sonando hace dos semanas seguidas. ¿Cuál es el problema? Además me leí todas las letras y me quedé colgada de un tema que escuché 30, 40 veces…
Si la música viaja a una determinada velocidad, yo sentí, en este último año, que yo voy a una muy diferente. Antes la sensación era de no llegar, como si la música se moviera en una línea recta que se presentaba tan infinita como precisa. No llegar a escuchar todo lo que se edita, no poder comprar todos los compactos que llegan a la disquería, etc. Ahora, en el reinado del MP3 y la banda ancha, el asunto es mucho más abrumador. La sensación es que la música se escurre, nos desborda, se escapa por todos los wines. Pica, pica y pica los temas en el reproductor de MP3 (o la tecnología que enseguida lo supere). Antes de preguntarme cuál es último disco que realmente me voló la cabeza, me preguntaría cuál es el último disco que realmente me senté a escuchar sin estar apurada por pasar a un próximo (y eso que no tengo reproductor de MP3).
Parece que aquello de “oír o escuchar”/“consumir o experimentar”, esa antinomia que Schanton había estampado en la revista “Ruido” hace más de diez años, está destinada a quedar en los papeles como un recuerdo de frustraciones varias. Tanto comprimir, comprimir, comprimir el sonido. Me pregunto si, en el mismo sentido, nuestra capacidad de escuchar se ha expandido. Qué me importa que un CD pueda almacenar un millón de canciones. Yo quisiera tener el tiempo para escuchar un millón de veces la misma canción. O mejor, tener el tiempo y el espacio para bailar como Christopher Walken en el video de “Weapon Of Choice”.
Algunos videos de Fatboy Slim son la mejor materialización de una sensación, una ilusión que parece haberse perdido: que la música puede transportar, que puede cambiar, distorsionar la realidad cotidiana. Videos como el de “Weapon Of Choice”, “Ya Mama” o “Bird Of Prey”… Ahí está el dejarse llevar, el baile solitario. No el baile masificado, alienado, dirigido, donde ya sabemos que no hay ninguna “experiencia colectiva”. Es el baile como lo pensaba Bob Fosse (“baila como si nadie te estuviese mirando”), es la experiencia de la música también como Fosse la pensaba: “La vida no es una comedia musical pero debería serlo”. ¿Y dónde está el tiempo? ¿Dónde está el tiempo para este baile interno, para la “escenificación” de la música en nuestra imaginación, para que todo alrededor se mueva al compás de la canción como en los videos de Fatboy Slim? No sé. Y menos mal que no me pregunto dónde está el tiempo para bailar en calzoncillos como Tom Cruise en esa escena que siempre recuerdo de “Negocios riesgosos”. A veces lo hago, muy pocas. Cuando no hay nadie, en el living de mi casa. Y después quedo muerta, tirada en un sofá, colgada de alguna balada que puedo escuchar más de mil veces (como “Sunday Morning”, en los últimos meses). Es un estado de felicidad culposa impresionante, porque también siento que las canciones siguen bajando y yo me las estoy perdiendo.
Después no hay tiempo, como siempre, ni tiempo para la culpa, que es tan tentadora. “Tengo” que escuchar los últimos lanzamientos, aunque sea un poco, porque es parte de mi trabajo escribir unas líneas sobre los lanzamientos. Bueno, al menos estoy actualizada, estoy informada, me digo, mientras escucho discos que no me mueven un pelo. A lo mejor encuentro una joya en medio de todo este barro, me consuelo, y a veces pasa, sí. Pero ya no hay tiempo para la “joya”, porque vienen los otros lanzamientos, o aparece un disco que “sí” quería comprarme, o justo se completaron en la compu los discos que estaba bajando, o un amigo me prestó un disco que dice que me va a gustar, o estoy reescuchando unos discos sobre los que quiero escribir. Ahora debería estar repasando los discos de los que van a tocar en el Personal Fest. Pero la puta madre, no hay tiempo.
¿Y si me creo “pequeños rituales” para el relax y la escucha?, me pregunté una vez. Yendo al shopping para escuchar música. Patético. Y bueno, para algo deben servir todas esas velas, velitas y velones que pululan en shoppings y ferias de artesanías. La fantasía era estar tranquilamente en el sofá, a la luz de las velas, escuchando discos y más discos, experimentando la música… Al final, para lo único que sirvieron las velas fue para los días de cortes de luz interminables.
Peor están los músicos, pienso. Los músicos que “escuchan” música, aclaro. Cuando les preguntás por lo último que escucharon, la mayoría te responde: “No sé, escucho taaaaantas cosas que ni me acuerdo”. No son capaces de nombrar a nadie, ni un solo tema que los haya conmovido, ni una mínima sensación que les haya causado. Nada. Ni de ahora ni de 20 años atrás, todo da lo mismo. “Lo que pasa es que escucho de tooooodo _dicen_. Hasta escucho a Ricky Martin”. Uy, qué loco. Y yo escucho a Alejandro Sanz, ¿y eso qué tiene que ver? “Y escuché una banda que conocen muy pocos de un sello alemán”, te cuentan ¿Y? Y yo escuché una banda que pocos conocen de un sello de Oklahoma ¿Y? ¿Cuántas veces las escuchamos? ¿Cómo se llaman las bandas? (“Ah, ahora no me acuerdo _ dice el músico_ me la confundo con otra”). OK. Bárbaro. Yo me acuerdo del nombre de “mi” banda, pero escuché el disco, lo saqué y pasé a otro como cuando uno se cambia de ropa.
Ahora quisiera “parar”. Parar de escuchar así, o de escribir sobre algún disco del pasado, del presente o del futuro. Me quiero quedar acá, por un momento, y que la computadora siga bajando 20 canciones por hora. Qué me importa. Me quedo escuchando los primeros y maravillosos temas del disco de The Killers, pensando que por fin el rock retro fue a dar con lo que siempre se mereció: una banda visceralmente grasa. Me quedo ahí, caminando con el walkman, imaginando que no estoy en el parque con una remera sino en una fiesta.
Una fiesta donde entro y suena “Smile Like You Mean It” a todo volumen. Y algo pasa, algo que nunca pasó. Las cosas que deberían pasar en las fiestas donde suenan las canciones que nunca suenan en ninguna fiesta. Yo me quedo acá, por un rato, en el disco póstumo de Elliott Smith, pensando que tendría que haber escrito un posteo sobre las pocas pero entrañables canciones que todavía sobreviven en los desérticos terrenos de Fresanland… Pero no, mejor no. Ahora quiero escuchar y escuchar “Pretty (Ugly Before)” o “Twilight”, y decirle a la música, como canta Elliott Smith en “Don’t Go Down”: Don’t go down, baby please, baby stay.