contra las cuerdas

Thank you for the music

Bueno, hasta aquí llegó el blog... En este último tiempo se amontonaron muchos bosquejos de posteos en cuadernos, papeles sueltos y archivos de word. Ninguno pudo ser completado. Tampoco me gustaron los textos que se publicaron recientemente. Están escritos a las apuradas, y no me gusta escribir de esa manera. Quería agradecer a la gente que se tomó la molestia de leer y de participar en estos cuatro años. Realmente fue una gran experiencia.

El HIV, Hannah, sus hermanas y por qué Woody Allen no nos hace reír más

(Este posteo, escrito a tiempo de cierre, está dedicado al Día Mundial del Sida)

Una mañana de las últimas y tortuosas semanas fui a hacerme por primera vez el test de HIV. No era un análisis cualquiera. Era uno que había estado demorando por…17 años.
Supongo que para mi generación siempre fue muy difícil lidiar con el asunto del sida.
Se reveló justo a mediados de los 80, cuando estábamos en plena adolescencia y descubríamos el sexo. La sola sospecha de que el sexo podía venir acompañado por un virus mortal causaba escalofríos. Había muchos más mitos que información confiable, y eso acrecentaba los miedos, la confusión y la falta de prevención (así, mezclado y todo junto). El despertar del sexo (y ya entrados los 90) podía ser una joda, sí. Pero una joda que después se pagaba con cuotas de miedo a largo plazo…
Puedo dar fe también de que este panorama se “agravaba” para los hipocondríacos. Una psicóloga me dijo que la palabra “hipocondríaco” quedó como anticuada, y también su concepto. Para mí los “hipondri” son como las brujas: tal vez no sea tan fácil definirlos o corporizarlos, pero que los hay los hay… Y así pasaron los años.
Creo que fue por el 93 que tuve una seguidilla horrible de infecciones. Los médicos no sabían de dónde carajos venía el problema. Hasta que un día me mandaron a hacer una serie de complejos análisis a un laboratorio “especial”. El diagnóstico decía algo así como: “Baja de defensas?” o “Falta de defensas?”. Yo lo recibí con las manos temblorosas: “Ya está. Tengo sida. Me estoy muriendo”, me dije. “Ya fue, es esto. No me cuidé. No me hice el análisis. Ya fue”. Se lo comuniqué a mis viejos: “No me cuidé. Puedo tener algo GRAVE. Prefiero decirlo AHORA”. Unos días después los del laboratorio llamaron por teléfono a casa. Atendió mi vieja. Cuando escuchó “le hablo del laboratorio” casi le da un infarto… Resulta que llamaban porque necesitaban otra muestra de sangre…
Las “defensas” estaban bien. Todo bien. Respiramos aliviados. Pero, ¿y el test de HIV? No, gracias. Nunca quise hacerme ese análisis. Prefería vivir con la duda antes de enfrentarme al momento de ir a buscar el resultado. Sabía que me había mandado varias cagadas… Los hombres que nacieron en los años 80 parecen haber conocido los profilácticos entre los pañales. Los hombres que nacieron en los 60 o los primeros 70, no. Para ellos siempre fue una cuestión “circunstancial”. O un problema de “otra gente”.
Por lo general el asunto de los forros terminaba en “arduas negociaciones”, que muchas veces arruinaban por completo la relación sexual (o la relación entera).
Yo creía que cumplía con mi “responsabilidad” preavisando que no tenía el análisis hecho. El tema es que los demás…¡sí lo tenían! Novios, parejas, amantes ¡¡todos lo tenían!! Se hacían un hemograma y un HIV como si fueran la misma cosa. Para mí era frustrante. Y el miedo crecía.
Cada Día Internacional del Sida era una tortura. Veía todas esas campañas en la tele, en la calle. Veía a gente que se hacía el test en la playa. ¡¡En la playa!! Como si hubiesen pasado a buscar una sombrilla!! “Ellos lo hacen en la playa y yo no puedo ir a un laboratorio”, pensaba. “¿Qué carajos estoy esperando?”.
Cada cable de agencia que veía en el laburo también era una tortura. “Crece el virus”. “Crece en Latinoamérica”. “Tantas personas que lo tienen no lo saben”. “Aumenta el números de mujeres…”. Nunca voy a olvidar la cara de asombro-espanto de mis amigas cuando hace un par de meses me increparon: “¡¿No te hiciste el análisis?!”
En un momento llegué a pensar que TODO el mundo se lo había hecho menos yo. Empecé a sentirme una “irresponsable social”, parte de un grupo de “cobardes contagiadores anónimos”, una “renegada” por puro miedo y egoísmo… Y entonces decidí hacerme el análisis… Sí… No antes sin tratar de demorarlo “un poquito” más y convertirlo en un trámite infernal.
Entré a la página de la Fundación Huésped para averiguar por los lugares de los tests gratuitos. Llamé por teléfono pero no contestaban. Quería saber si para la extracción de sangre había que estar en ayunas (¿?). No me animé a llamar a los hospitales públicos, porque una vez fui a uno y casi salgo corriendo y con los ojos cerrados. Entonces llamé a Ofes (Organización de Familiares Enfrentando el Sida), a quienes desde acá pido disculpas. Creo que nadie les debe haber llamado para hacer una pregunta tan idiota como “¿hay que estar en ayunas?”.
No conforme con el papelón, desistí de la idea de hacerlo en un lugar gratuito, o en un hospital (hay algunos en donde las paredes no se están cayendo), porque en esos días los médicos andaban de paro y pensaba que un paro podía “alargar” la espera por el resultado. Totalmente descartado.
Opté por ir a la mutual (con el médico auditor ya tengo confianza) y pedirle por favor que “adosara” el pedido por el test de HIV en una serie de análisis que me había ordenado otro médico. La idea era que el HIV quedará “en el montón” y no como un único, solitario y fatal análisis.
El otro tema era encontrar un laboratorio: no podía ser “el de siempre”. En el caso de que el resultado fuera “positivo” no quería que me miraran con lástima. En el caso de que fuera “negativo”… no quería que me vieran tampoco. No me iba a aparecer. Al fin encontré uno que trabaja con la mutual, que parece “serio” y que está casi al lado de una panadería-bar. Para mí cualquier laboratorio debe cumplir con una condición: estar a menos de una cuadra de un bar, porque si voy en ayunas, cuando salgo directo a desayunar, tengo la impresión de que me puedo desmayar al cruzar la calle.
Cuando llegué ya estaba nerviosa. No podía ni leer una revista. Nada. Lo único que disfruté fue la extracción: es bueno saber que uno tiene sangre en las venas.

_¿Y el resultado cuándo va a estar?, pregunto mientras va el pinchazo.
_Para el lunes.
_¿No puede ser antes? (Por Dios! No puedo estar el fin de semana esperando esto! Por favor!, pienso. Y después me contesto: Pero si ya estuve esperando 17 años!!)
_Puede ser para el viernes al mediodía. Una parte.
_¿El HIV puede ser? Te pregunto porque es lo que más “urgente”…
_Sí, creo que sí. Pasá al mediodía.

A la salida, en la panadería-bar, me preguntaba si había valido la pena privarse de esas exquisitas medialunas en los desayunos de los últimos cuatro años. Y así me quedé en un estado de observación permanente. ¿Quién es la gente que viene a comprar a esta panadería? ¿Cómo es que se llevan todos esos hidratos y están flacos? ¿Serán felices? ¿Trabajarán? ¿Estarán conformes con su trabajo? ¿Escucharán música? ¿Tendrán hijos? ¿Tendrán nietos? ¿Estarán bien de salud? ¿Se habrán hecho el test del HIV?

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Los días previos al resultado no se los deseo a nadie. Me atiborré de trabajo, trámites y cualquier porquería que apareciese en televisión… Todo en nombre de la distracción. A la noche dormía nada más porque estaba agotada. Igual, no podía dejar de pensar en las personas con las que había tenido sexo y les había perdido el rastro. Unas semanas antes había pensado en localizarlos. Pero, ¿para qué? Mejor perdidos.
Mientras, en el rally televisivo, sentía que todo estaba dirigido a mí: el aviso de la Fundación Huésped, una noticia sobre los orígenes del sida en CNN, un pedazo de la película “Reality Bites” (¡justo cuando la mina se va a hacer el análisis muerta de miedo!) y hasta la bendición del Padre Ignacio, que hablaba de la “aceptación”, de las “enfermedades”…
Pero una noche, justo antes del día R, encontré en el zapping a “Hannah y sus hermanas”, un clásico de Woody Allen y también de Cinecanal. Creo que habré visto esa película más de 20 veces. Y nunca me cansó. Siempre la encontré distinta. “Hannah y sus hermanas” tal vez haya sido la última gran película de Woody Allen. Su “Scary Monsters” o algo así. Es una síntesis, una culminación de lo más original de su obra anterior, y además es una película que hace reír. También pertenece a un cine por el que a veces siento cierta nostalgia, un cine intrínsecamente relacionado con la vida.
Hay tantos “cuadros” del transcurso de la vida en “Hannah y sus hermanas” que hoy me parece increíble que Allen los haya podido incluir a todos en una misma cinta: los conflictos entre hermanas, las relaciones padres-hijos, la rutina del matrimonio, el divorcio, la infidelidad, el enamoramiento, los miedos, la envidia, el fracaso, la responsabilidad, el trabajo, la culpa, las inseguridades, la nostalgia, los celos, los vicios, los secretos, los riegos, lo imprevisible, los guiones, el cine, el teatro, la literatura , la pintura, la televisión, las charlas, la música… Y un hypochondriac.
Ahí está el personaje de Allen, Mickey Sachs, el tipo que está convencido de que tiene un tumor cerebral después de que le detectaran un problema en un oído. El que “se la pasa yendo a los médicos y nunca tiene nada”. Y el que busca convertirse a alguna religión ante la inminencia de una supuesta muerte. Todavía me sorprendió riéndome a carcajadas con la escena de su fallido intento de suicidio…
Yo solía ser fan de Woody Allen, hace años. En los 80 (justo por la época en que se empezó a contagiar el virus del sida) Allen me enseñó lo que era el humor, lo que era reírse de las neurosis propias y las ajenas, de las familias y las parejas, de los amigos y los enemigos, y de las mugrientas y adorables ciudades donde vivimos. Dos décadas después, toparme de casualidad con “Hannah y sus hermanas”, transformó lo que yo pensaba que iba a ser una de las noches más angustiantes de mi vida en puras risas, emociones y hasta recuerdos románticos.
Lo mismo me ha pasado, en otras tantas ocasiones, con “Manhattan”, “Annie Hall”, “Bananas”, “Zelig”, “El dormilón”… demasiadas películas… Sin embargo, nunca pasó ni de cerca con ninguna de las últimas películas de Allen. La última que fui a ver el día del estreno, todavía como si fuese un gran acontecimiento, fue “Los secretos de Harry”, del 97. Y nunca me puedo olvidar que, cuando por fin tuve la oportunidad de comentar algo del tipo, me tocó “La mirada de los otros”, del 2002, y le chanté con amargura “dos estrellas”, después de haberme reído un buen rato con una bolsa de gags totalmente gastados.
Hace poco, en el diario inglés The Times, apareció una columna con un título muy sugerente: ¿Por qué Woody Allen no nos hace reír más? El texto no se ocupa de responder a la pregunta, más allá de achacarle a Allen un renovado y discutido desprecio por la comedia como género, o de afirmar que “por no repetir chistes, optó por sacarlos a todos”. Sin embargo, acierta con la pregunta y con tildar a las últimas películas de Allen simplemente de “irritantes”.
La verdad es que yo me sentí irritada después de ver “Melinda y Melinda”, un berreta y misógino ensayo de la comedia como género, y más irritada todavía después de ver la festejada “Match Point”, una fábula truculenta que podría haber pergeñado cualquier director “pseudointeligente” made in Hollywood o Londres.
A mis viejos les gustó “Match Point”, y eso es un terrible signo. Mis viejos siempre odiaron el humor de Allen, nunca lo entendieron, de lo único que se reían era de su aspecto y de la voz que le metían en los doblajes. Como tanta otra gente, siempre consideraron a Allen un “bobo”, un “pesado” (por no nombrar lo de “degenerado”). Ahora resulta que Woody es un tipo inteligente… No, por favor…
Scoop” directamente no la fui a ver (se la “recomendé” a mis viejos, eso sí). Tal es el grado de indiferencia que me produce Allen ahora. Cuando vi el afiche colgando en un complejo de cines, mientras yo había sacado entradas para otra película, sentí un poco de tristeza. Después se me pasó.
Por suerte han aparecido grandes comediantes, grandes libretistas. Mi reloj cultural atrasa tanto que recién el año pasado descubrí a Seinfeld (bueno, no miré mucha televisión en los 90). Mi novio me pasó los DVDs de mi “flamante descubrimiento” y también los del señor Larry David en “Curb Your Enthusiasm”. Seguro van a parecer mil más, y yo me enteraré dentro de mil años. Todos serán deudores de Allen en algún punto, estarán en la misma senda, probando que se puede hacer reír, siempre.

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El test del HIV dio negativo. Una sensación de alivio y optimismo me ganó por cinco minutos mientras caminaba del laboratorio a mi casa, en un mañana que parecía perfecta de sol y primavera. Casi me pongo a saltar y a festejar como el personaje de Mickey Sachs, cuando finalmente se entera de que no tiene ningún tumor en el cerebro. Sin embargo, tal cual le pasa a Allen en “Hannah y sus hermanas”, a los pocos minutos empecé a caminar más lento y con cara de preocupada. “En dos horas entro a trabajar”, pensé. “El lugar donde laburo es un basural. Y a la gente que está ahí todo le importa una mierda. Sufro de jaquecas, de stress post traumático, de colon irritable. Y a la noche, antes de ir a dormir, me tengo que poner ese ridículo protector bucal por el bruxismo. La ciudad es un loquero, está cada vez peor, me tendría que ir a vivir al campo…”.
A los días también comprendí, o aunque sea tuve una pequeña pista, de por qué Woody Allen dejó de hacernos reír. Sacar un buen chiste no es fácil. Y hacer reír durante toda una película mucho menos. Para enfrentarse y reírse de las propias neuras hay que pasar por un largo proceso, hay que elaborarlo durante mucho tiempo. ¡¡Pueden pasar hasta 17 años!! Tal vez la gente ya no tenga ganas de esperar tanto tiempo. Es que a veces uno ya no quiere esperar. Es tan simple como eso.

The present is unwritten

(Advert: explicit lyrics)

-Tres incidentes recientes con el horripilante mundo de la “literatura”:

Cuando empiezo a renegar con la industria discográfica y sus derivados, con las páginas de discos de las revistas y la cantidad de porquerías que se editan con mucho dinero encima y publicidad, no tengo más que entrar a una librería o mirar los rankings de libros más vendidos.
Ahí, y solamente ahí, me siento afortunada de no ser una gran consumidora de libros, ni una lectora que se terminó dedicando a la crítica literaria o, lo que es peor, una persona que "escribe literatura", en la paciente espera de editar su libro, mandando una novela a concursos, etc.
Y sí, no hay nada más que entrar a una librería y "espiar" esas novelas que ganan algunos concursos en la Argentina. Las que llegan, las que se salvan de que las retiren por plagio. Y al lado de eso cualquier disco de rock pedorro parece la gloria... Qué consuelo... Y es un consuelo más reconfortante todavía en esas librerías que tienen cafecitos... Diría que es una de las cosas más perversamente gratificantes que se pueden hacer en una ciudad: hojear los libros que están en los estantes centrales de ofertas y novedades y dedicarles, como toda lectura, el tiempo que tarda en digerirse un capuchino.
Lástima que uno también puede caer en la trampa, como el más desprevenido. Hace un mes, en Buenos Aires, me tentó una novela en oferta de Don DeLillo. Había leído críticas que hablaban maravillas de este tipo (no recuerdo de qué libros), y además tenía ganas de leer a algún autor americano "nuevo" (jaja, bueno, al menos para mí). Así que pensé que DeLillo, tirado en oferta y todo, era "una garantía".
Pero me clavé. Me equivoqué terriblemente. No pude pasar de la página 2… la página dos de "Cosmópolis". Con ese título me tendría que haber dado cuenta... Parece un título de Houllebecq... Leí la trama en la sinopsis, pero a mí las tramas no me interesan. Supongo que le deben interesar a DeLillo. Y también a Paul Auster, a quien está dedicado el libro. Con esa dedicatoria me tendría que haber dado cuenta también…

Siguiendo con las cuentas, veo que DeLillo tiene unos 71 años. En definitiva, es de la misma generación de Philip Roth. En la última novela que intenté leer de Roth ("La mancha humana") llegué a la página 112. Mi única conclusión fue que el gran Roth, eterno candidato al estúpido Nobel, alguna vez fue un escritor, un demócrata y un judío. Ahora, en cambio, es un demócrata, un judío y un escritor. El orden de los factores, SI altera el producto.

En las diez primeras líneas de "Cosmópolis", uno cae en la tentación típica de echarle la culpa al traductor. Pero en la página dos se me terminó la excusa. Es evidente que ya no tengo paciencia para soportar estas palabras amontonadas.
DeLillo "escribe":
“Permaneció ante el ventanal y contempló el grandioso amanecer. La panorámica de la que gozaba le asomaba (esto es la traducción, entre otras cosas, sí) a los puentes, los estrechos y las vías acuáticas, hasta más allá de los barrios periféricos y las urbanizaciones dentífricas, para perderse en masas de tierra y cielo que sólo podían tacharse de lejanía profunda. No sabía qué quería. Abajo, a la orilla del río….”.

Bueno, bueno, bueno. ¿Por cuántas páginas más me voy a tener que tragar esta descripción de cuarta para llegar a la historia, la historia que supuestamente tiene DeLillo, sobre un joven empresario punto-com que cruza la ciudad en limusina mientras sus negocios se vienen abajo y él se va a cortar el pelo, todo para que DeLillo “reflexione” sobre la paranoia, el mercado global, el poder, el terrorismo, la política, la débil condición humana y… el sexo? ¿O nos vamos a olvidar del sexo? ¿O del capitalismo? No, por favor.
Al azar (seguramente también reflexiona sobre “el azar”) voy a la página 21: “El viento soplaba cortante desde el río. Sacó su palm-top y se dejó una nota sobre el anacronismo contenido en la palabra rascacielos”.

Un amigo fan de DeLillo me decía que tengo que leer “Submundo”. Bueno, más vale que él me lo preste porque no lo pienso comprar. Mientras tanto, ¿alguien quiere “Cosmópolis” o “La mancha humana”? Los regalo. Están ocupando un odioso espacio físico.

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Hace unos meses que estoy buscando algo que haya escrito Juan Terranova. Pero no lo puedo encontrar. Cuando empezaron los despelotes y los tremendos atropellos a periodistas en el diario Perfil, me sugirieron que vaya al blog de Juan Terranova para enterarme mejor de lo que estaba pasando. El nombre de Terranova me sonaba, y no era extraño: “Ah, el escritor”, me dije.
Un día, por pura, simple curiosidad, esa que suele terminar generando desastres, entré a un relato de Terranova que está ahí en el blog. El relato se llama “Me das miedo, Lucía”… Y a mí me dio miedo el relato… Lo leí hasta el final, o por lo menos eso creí, esperando que se terminara la página en blanco, hasta que el blanco me agotó. Tanto escuchamos hablar del terror de los escritores ante la página en blanco… Me pregunto si algún día alguien hablará del terror de los lectores en la misma situación.
“Me das miedo, Lucía” no es un relato caprichoso que está ahí porque sí. Forma parte de un compilado que editó Mondadori, “En celo”, que reúne a “narradores jóvenes” argentinos. El tema del libro es… el sexo. Y si alguien arriesgaba otro tema por supuesto que quedaba automáticamente eliminado de este juego.
En una nota en un sitio web se afirma: “Terranova dice que el sexo es bastante inofensivo como tema, y muy ganchero desde el marketing. Por eso cree que el verdadero desafío para la generación de escritores que participan en el libro será escribir sobre política”. “Por ahora somos todos amigos y estamos todos de acuerdo, pero porque nadie escribió sobre política”, dice Terranova.
Ahora: ¿Están todos de acuerdo sólo por ser amigos? ¿Están todos de acuerdo en amontonar palabras gancheras para el marketing (y por eso son amigos)? ¿Son amigos para estar en bloque defendiendo temas inofensivos? Algo hay seguro: el compilado de relatos sobre política nunca llegará porque van a estar todos enemistados, y adiós editorial, adiós presentaciones, adiós elogios, adiós prensa, adiós temas. Adiós temas!!
Me imagino esta escena: la editorial tal quiere sacar un libro de relatos de… sexo. (es que parece que no hay otros “temas” para las editoriales… ah, no, cierto que están las matemáticas, los casos policiales “reales”, y la historia de mi madre, mi padre, ese tipo de cosas). Entonces llaman a los “escritores jóvenes” (o llaman a uno que después llama a todos sus amigos) y le tiran “el tema”.
-¿Vos ya tenés algo de eso, no?, le preguntan, como si el escritor en cuestión fuese la góndola de un supermercado.
-Y, así, bien bien de ese tema, no…
-Bueno, no importa, hay tiempo. Total, nos gustaría que la tapa la haga Mengano, que ahora está en Europa.
-¿Mengano? No, ya volvió.
-Ah, entonces tenemos que apurar el asunto… Porque también estaba pensando que la presentación la tendría que hacer Zutano, que tiene onda con ustedes, que seguro va a leer el libro. El problema es que Zutano está por ser padre, y cuando sea padre seguro se borra. Así que hay que apurar el libro. Decile a los otros.
-Y… no sé.
-Bueno, son unos relatos, no es una novela… La semana que viene te llamo.
-Sí, dale.

Terranova parece trabajar de escritor a tiempo completo, y confirma, mejor que nadie, una extraña realidad argentina: en este país es más accesible editar libros que publicar una nota periodística.
Terranova tiene todo lo que “hay que tener”, como decía Tom Wolfe de los astronautas, para ser considerado un escritor-argentino-profesional-joven: se la pasa leyendo, es extremadamente culto, hilvana con esmero distintos universos de referencias culturales, conoce al dedillo las peleíllas que caracterizan a la literatura argentina, sabe lo que sale en los suplementos culturales de sábados y domingos, y tiene una gran red de amigos que le asegura elogios de aquí a la eternidad en los medios locales. Tiene todo excepto una cosa, que a esta altura no cuenta para nada: casi nunca escribe, sólo trabaja de escritor.

“Pero sobre todo el masoquismo es la gente que va a los talk-shows, los que se anotan para los realitys, las mujeres panelistas en los programas de la tarde, el público de los concursos, los artistas maltratados en programas de chimentos, las modelos anoréxicas, los famosos de cabotaje que se indignan porque muestran fotos suyas drogados, ebrios o desnudos…”.

Hay que reconocer que Terranova trabaja de escritor con dedicación. Esta hojarasca tiene detrás muchas horas de televisión. Lo mismo puedo decir de “El pornógrafo”, que apenas superó “la prueba del capuchino”, pero que no llegué a comprar como “Cosmópolis”. Quizás otro amigo me hable ahora de “El bailarín de tango”, o un cuento sobre algún barrio de Buenos Aires, o no sé qué antología que recomendó fulano. Y yo le diré que no, que mejor no, que no quiero leer a alguien que trabaja de escritor, que se pone el traje de escritor con un tema asignado, que se mete en el corset de las agendas de las editoriales, porque hoy el sexo, mañana la fe en las vírgenes y algún día la política. No.
Lo curioso es que, en el blog de Terranova, una vez me encontré con un párrafo perdido y luminoso, leído en alguna trasnoche y tal vez escrito a esas horas. No recuerdo el párrafo (recuerdo la sensación de haberlo leído) y no puedo encontrarlo ahora. De todas formas, a quién le importa. Seguramente lo habrá escrito en sus ratos libres…

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Alguna vez tenía que pasar. Y pasó. Fue como un sueño. Era un día del invierno (de esos que no te dejaban salir) y buscando no sé qué dato en Google encontré una joya: una sátira perfecta sobre estos libros tan supuestamente femeninos y tan supuestamente de moda. Libros que se pintan como “frescos”, “juveniles” y “transgresores” porque una autora X escribe palabras como “coger”, “putear”, “chatear”, “pija”, “coger” (bué, “coger” ya está…).
Para mi sorpresa la sátira estaba en un blog al que yo había entrado un par de veces, “Chica vudú”, y del que había salido como un trámite porque no me gustaba la prosa o porque se hablaba siempre de diseño o de artes plásticas, temas que no me atraen.
Pero resulta que ahí estaba “la sátira”, y mi alegría de que alguien se había puesto las pilas para concretar una suerte de crítica a la que nadie se había animado.
El texto empezaba con la “contratapa” del supuesto libro. Brillante:

“Lucy hace terapia desde hace años para averiguar qué es lo que anda mal en su vida. Le falta algo para ser feliz, eso es lo último que le ha adelantado su psicólogo antes de irse a la India. A los veintiocho ha dejado su vida seria atrás, así como sus estudios universitarios y el periodismo cultural. Se ha aburrido de las formalidades y ha entrado en una adolescencia tardía. Le ha dado por inscribirse en un taller literario, estudiar cerámica, bajo, tarot y astrología. La crisis afectiva se agudiza y Lucy tendrá que arreglárselas por su cuenta. Recurrirá al consejo de sus amigos, exparejas, padres y profesores. Paradójicamente, un enfant terrible de dieciséis años será quien más ayuda le brinde”.

La sátira era tan completa que hasta un diseñador gráfico se había tomado el laburo de recrear la “tapa” del libro en cuestión: la foto de las piernas de una chica sentada sobre un inodoro con la bombacha baja (por supuesto). El título: “Pendejos”. Y la autora una tal Patricia Turnes.

Dice la “editorial”:
"Con juvenil desenfado, Patricia Turnes elabora un texto despojado de prejuicios y rigideces literarias que le permite instalarse claramente en la senda que augura una cercana renovación de la literatura uruguaya."

Y acá viene lo mejor. Una muestra de “cómo escribe” la nü voice de la “literatura” uruguaya:

“...hablo de eso con dos o tres amigas que no me entienden porque ellas creen que la cosa es fácil, tipo ¿qué querés con el pendejo? (...) Pero mis amigas me cortan en seco y me hablan del trabajo o de sus últimas salidas con personas adultas de lo más aburridas. En el mejor de los casos me muestran alguna ropa de diseño interesante o comentamos libros. Y yo me pongo triste. No sirve para nada explicar. Ellas no me entienden, creen que todo pasa por clavar y ser clavado en esta vida, nada de trascendencia, nada de eso”.

Lástima que sigo unas líneas más abajo y el sueño se va al carajo… “nada de trascendencia, nada de eso”… Me doy cuenta de que todo esto es REAL.
Es tan real que empecé por DeLillo (DeLillo! Roth!) sigo con Terranova (que a esta altura puede parecer Dostoievski) y termino en esta Patricia Turnes… Es el puto camino de la “literatura” que nos rodea… Es como bajar al infierno pero sentir el frío de la Antártida. Porque te dejan perplejo, te insensibilizan.

“Estoy conforme, quedó lindo. La editorial y yo hicimos un buen trabajo”, dice la autora. ¿Para qué la mina comunica todo esto, como si estuviera dando una entrevista que nadie le pidió? Ah, no sé. No tengo la más mínima idea. Y sigue: “La parte linda: el apoyo incondicional de mis amigos y conocidos. La parte difícil: presentación, entrevistas, organizar las direcciones para las invitaciones, llevar una agenda, cumplir con los compromisos de todos los días, etc.”. (¿¿¿Organizar las direcciones para las invitaciones?????????????).
En medio de la perplejidad del “mundo real”, a mí ya no me queda claro ni siquiera quién está hablando: “Lindo/linda/lindo”: ¿Está hablando la autora de la novela o la protagonista, que pasa por una adolescencia (¿infancia?) tardía? En ningún momento la autora se refiere al hecho de ESCRIBIR la novela: ¿Esto habrá sido la parte “linda” o la parte “difícil”? ¿La habrá escrito ella o la habrá escrito la editorial? ¿Esa novela está ESCRITA?
Siguiendo el derrotero de esta pesadilla, veo que en otro lado la “autora” se defiende de unas críticas a su “novela” que aparecieron en el semanario uruguayo Brecha. No sé qué habrán dicho los críticos ni me interesa, pero en su defensa la “autora” se manda un “esos nunca van a escribir un libro”, remachando su ya decretada muerte cerebral y exponiendo (otra vez) la impune y execrable arrogancia editorial: se supone que estos críticos son “menos” valiosos, que no están autorizados a opinar, porque nunca escribieron y/o editaron un libro.

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Me pregunto qué valor podrá tener ser publicado en el mercado editorial actual, cuando las editoriales están con la calculadora en la mano, fichando empleados jóvenes a tiempo completo, y asignando temas que ya fueron probados con éxito en la televisión. “Andá y escribite un policial al estilo Carrascosa”. “Escribite algo sobre los travestis, los gatos, los swingers, el sexo en YouTube, el sexo, bah”. ¿Quién puede ser felicitado o reconocido por publicar de esa manera? No lo entiendo.
En realidad nunca lo entendí. Esa noción de superioridad de la literatura o, en su defecto, del libro como objeto, me parece una estupidez. No escucho a nadie decir “te felicito por el disco”, por el solo hecho de publicar un disco. Y mucho menos “te felicito por la película”, con el tremendo esfuerzo colectivo que implica llegar a estrenar una película. No. Y eso por no hablar de esas ferias de las falsedades que son “las presentaciones de los libros”, donde los escritores se codean como grandes amigos y apenas pasan la puerta de salida ya están hablando pestes de sus colegas. Parece que no se aguantan ni llegar a la vereda… Eso es una vergüenza… Eso no lo hacen ni los periodistas, un gremio en el cual muchos escritores trabajan (porque con lo de escritor solo no alcanza), y así y todo se dan el lujo de bardear a los periodistas hasta el cansancio.
Pero entre los escritores siempre hay que quedar bien, porque a su vez muchos son críticos _o amigos de críticos_, entonces: “para qué tirarle barro a aquel que me podría hacer una buena reseña… o aunque sea que me saque dos o tres líneas acá y allá… donde sea…”. Ni siquiera les importa que el libro se haya leído… En todo caso, las peleas, las grandes polémicas, que queden para los “grandes” escritores, total están casi todos muertos.

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Mañana iré a alguna librería. No voy a tomar ningún capuchino. Solamente voy a preguntar por un libro, uno que me devuelva la fe.

Canciones son obsesiones III

-"Almost Ready"/ "Pick Me Up"/ "Back To Your Heart"/ "This Is All I Came To Do"/ "I Got Lost" (Dinosaur Jr. - new).

-"Doctor Know"/ "Woden"/ "Vampire State Building" (Julian Cope - new).

-"They Can't Take That Away From Me"/ "The Way You Look Tonight"/ "It Had To Be You"/ "These Foolish Things"/ "The Very Thought Of You" (Rod Stewart - very old).

-"Together Or Alone"/ "Rebound"/ "Skull"/ "Not A Friend"/ "Cliche"/ "Soul And Fire"/ "Two Years Two Days"/ "Worst Thing"/ "Perfect Way"/ "Open Ended" (Sebadoh - revisited).

Something to die for

Qué brava que está la guadaña, como decía mi abuela. En menos de dos semanas murieron Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni, Lee Hazlewood y Tony Wilson. En el laburo ya da miedo abrir el sistema de cables, más allá de los terremotos, las masacres en Irak y las presentaciones en los juzgados de Pete Doherty. Parece que siempre hay un duelo ahí, agazapado, esperando. Y al final de la lista uno cree que ya ha llegado endurecido… o resignado. Pero no fue así.
Me gustaría escribir de todos, pero por razones que me superan sólo necesito hablar de dos. La muerte de Antonioni era nomás una cuestión de tiempo. Llevaba tantos años enfermo que algunos pensaban que ya había pasado a mejor vida. Igual me impactó, y me largué a llorar esa mañana. Fue triste encontrarse de golpe con que un tipo como Antonioni estuvo (estuvo, estuvo en pasado) y encima hace ya mucho tiempo.
También estaba la tristeza (arrastrada con los años) de percibir (ojalá esté equivocada) de que Antonioni (al igual que otros directores de su generación) quedó relegado a cierto público –muy minoritario, muy sectario-, que hace tiempo que quedó fuera de un circuito de culto o estudio (como se quiera llamar), y que solamente la muerte (la noticia de la muerte) puede venir a rescatarlo para los medios masivos (ese siniestro mal necesario). Claro que los medios lo mostraron como únicamente pueden mostrar los medios: con su fugacidad, su oportunismo, su levedad, su desaprensión, su apuro… A veces aparece, sí, la cándida visión de algún periodista o crítico que le pone dos líneas de corazón a alguna página perdida. A veces, casi nunca.

En medio de tanto bajón queda, sin embargo, un resquicio de felicidad. Y no es un consuelo, para nada. Es felicidad pura. Quedan las películas de Antonioni, que cada vez que uno las ve son películas nuevas. He visto la trilogía (“La aventura”, “La noche”, “El eclipse”) y “El desierto rojo” en tres momentos distintos de mi vida. Y siempre hay una lectura distinta, mejor. Es mejor por el solo hecho de ser distinta. El año pasado agarré en un zapping “El desierto rojo” y me retuvo ahí hasta el final, perpleja, como si nunca la hubiese visto. Lo que vale es la sensación de ese momento, que puede prolongarse por varias horas del día. Lo más probable es que al mes uno no recuerde ni el argumento, ni los nombres ni los perfiles de los personajes. La trama, los diálogos, las características de los personajes son las cosas que uno puede explicar de una película. Pero de una película de Antonioni uno recuerda lo que no puede explicar. Es prácticamente como enamorarse. O es igual.

En uno de los tantos obituarios mediáticos que se escribieron para su muerte, había uno que sintetizaba en tres líneas: “Antonioni decidió abordar en sus obras la incomunicación entre las personas, la dificultad para establecer relaciones, los amores imposibles, el vacío interior y el desarraigo del individuo en una sociedad fría y deshumanizada”. Ja, casi nada…Qué coraje el de Antonioni, un coraje que no viene solamente del talento… Y esas tres líneas ni siquiera le llevaron toda una vida. Fueron apenas unos años… Qué maravilloso haber vivido por esos años, con esa valentía, ese convencimiento, esa pasión, esas contradicciones. Y qué bueno morir así, con las obsesiones intactas y hasta escrachadas, sostenidas en esa sensación de un momento irrepetible.

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De Tony Wilson no llegó ningún cable, ningún boletín de noticia. Cuando me lo contaron la cosa quedó ahí. “Ah, sí? Qué tenía? Qué pena, otra muerte, ya basta”. Recién reaccioné que había muerto Tony Wilson (Tony Wilson!) cuando entré a los sitios de los medios ingleses y vi el testimonio de Shaun Ryder. “Le debo todo a Tony Wilson, blah, blah”. Recién me cayó la ficha cuando un viejo amigo, el primer fan que conocí de New Order y Joy Division, me mandó un mail diciendo que estaba muy triste.
Ahí recordé que la última vez que lo había visto a Wilson (hace poco, en un video de los Happy Mondays en el festival de Coachella), me pareció que estaba demasiado delgado. Ahora busco ese video en YouTube y veo que no sólo estaba más flaco… también caminaba con un bastón. Lo que pasa es que el tipo hablaba con ese entusiasmo, y con esa gracia irónica tan inglesa, que qué me iba a fijar yo en cómo estaba caminando.

Recuerdo cuando vi “24 Hour Party People” en el Bafici. Tanta cola y espera para conseguir las entradas… tanta histeria con lo de la película… y cuando finalmente estaba sentada en el Cosmos nadie a mi alrededor alcanzaba a tararear ni un puto estribillo de Joy Division o los Happy Mondays. Mucho menos sabían quién era Tony Wilson. “¿Ese canta en algún lado?”, preguntó un pibe. En un momento llegué a imaginar que el maravilloso Steve Coogan salía de la pantalla para increpar a la platea: ¿Para qué carajos vinieron? Más vale que salgan de acá y se consigan todos los discos, más vale que muevan el traste, manga de poseurs…

Tony Wilson pertenecía a ese excepcional clase de gente que hace que las cosas sucedan, los que están detrás de los que cantan, de los que componen, de los que se suicidan, de los que reciben los aplausos, de los que ganan plata, de los que la desperdician, de los que se pierden, de los que aparecen en las tapas de las revistas o nada más en los cables de las agencias de noticias. Detrás, ahí, siempre, acompañando, gestando, ideando, organizando, luchando… juntando a la gente, haciendo que el talento, la pasión, el esfuerzo, los sueños, la suerte y la imaginación no se dispersen, que no se evaporen en interminables charlas de café o cerveza.

Da un poco de vergüenza ajena hablar de Tony Wilson ahora, en medio de una sociedad cada vez más individualista, despersonalizada, desapasionada, una sociedad que no cree en el afecto, ni en el trabajo ni en la vocación. La sociedad de los “te llamo, nos vemos, lo hacemos”, y después ni nos vemos, ni nos juntamos ni hacemos nada y a nadie le importa un cuerno.
Me da cierto resquemor también hablar de Tony Wilson en una sociedad en donde nadie quiere estar “detrás”, todos parecen querer que su “cuota” se vea… pero lo más superficialmente posible… Cuidado que alguien se distinga, que diga la palabra equivocada… No sea que te traten de loco, que te miren raro, que no entres en ninguna de las “categorías” aceptadas… Si te hacés notar más vale que no pases a ser un “quilomberito” como Tony Wilson… Figurar sí, pero quedarse en el molde…

¿Cuántos Tony Wilson necesitamos ahora, o estamos necesitando desde hace años? No sé. Tal vez cientos, tal vez uno o dos iluminados. Cuando uno dice que en las “escenas” (de Rosario, de Buenos Aires, de Nueva York o de Manchester) faltan “managers”, uno realmente no está pensando en los managers, que en general son todos unos garcas fenomenales. Uno en realidad está pensando en Tony Wilson… Pero es inútil explicarlo.

Tony Wilson “inventó” Manchester, la ciudad entera tal cual la conocemos desde acá, la ciudad del “rock y el fútbol”, como reza el pobretón cartel turístico de su estación de trenes. Es ese lugar que uno nunca pisaría si no fuera por las ganas de conocer The Hacienda o llevarse un pedazo del espíritu de Factory Records. Tony Wilson puso en el mapa una ciudad al norte de Inglaterra, pero el Servicio Nacional de Salud de su país le negó la plata que necesitaba para comprarse un medicamento para el cáncer. Sus amigos tuvieron que crear un fondo para conseguir parte del dinero.
Cuando leí esto se me podría haber hinchado la vena de la bronca, podría haber puteado por una injusticia, pero resulta que no. Resulta que me pareció de lo más natural y coherente. Resulta que pensé, con total serenidad: Qué bueno morir así, sin esperar ninguna recompensa especial por ser Tony Wilson, ni sacando chapa de nada para conseguir un subsidio, ni esperando una especie de “indemnización” por tu obra, ni con la agenda saturada de homenajes en tu honor simplemente porque todos saben que te vas a morir.
Tony Wilson nunca esperó llenarse de plata ni que le construyeran un monumento en el centro de Manchester. No tenía tiempo para esto porque estaba ocupado haciendo cosas mucho más importantes. La angustia que tengo ahora no es precisamente por su muerte, sino porque no puedo dejar de preguntarme: Qué estamos haciendo nosotros para vivir así, y qué vamos a hacer para morir de esa manera.

The ballad of Ryan Adams

Les cuento que saqué mi noveno disco,
Creo que tiene algunas buenas canciones de amor.
Y no creo que a nadie le importe un carajo.
Algunos andan diciendo que es un disco country y prolijo.
La verdad es que no me puedo quejar,
las críticas no fueron tan desastrosas.
Un 6 me pusieron los cabrones de la Pitchfork,
y me hicieron una nota en el New York Times

Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico
Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico

Supuse que el disco iba a vender bien.
Trabajamos mucho para que las canciones
quedaran así, acabadamente hermosas.
¿Pero quién está en los charts ahora? No sé.
¿Lilly Allen? ¿My Chemical Romance?
No los conozco.
Hay una banda justo detrás mío
colgando su tema en My Space.
Los estoy escuchando en este momento,
son una manga de mediocres.
Pero, ¿lo pueden creer?
Ya hay un enjambre de sellos tratando de contratarlos.
¿Qué se puede hacer? Yo les deseo suerte,
que les vaya bien, por lo que dura toda esta farsa…

Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico
Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico

Me llamaron de la Rolling Stone
“¿Qué querían, hacerte una nota?”,
me pregunta mi novia. “No, me invitaban
a la fiesta de los 40 años, o el millón
de números, o algo así”.
“No vayas”, dice mi novia. “¿Hace cuánto
que esos tipos no te hacen una nota decente?”
“Vayamos, vayamos”, le digo yo.
“Vayamos a tomarnos todo el champagne de Jann Wenner,
y que me regalen un llavero o un iPhone”.
La verdad es que prefiero ir a una de esas fiestas
antes de que me mande a uno de sus pelmazos,
a Rob Sheffield o al idiota de Neil Strauss.
Por Dios! Qué aburrimiento!
Todas esas notas que siempre empezaban igual:
“Tomamos un vino con Ryan en tal o cual lugar…”
Y encima al vino tenía que pagarlo yo!

Porque yo antes era una revelación,
Pero ahora soy solamente un músico.
Antes era una revelación,
Ahora soy solamente un músico.

Un amigo que habla español me contó
que unos bloggers de Latinoamérica me ningunean mal.
“¿Unos bloggers de latinqué?”, le pregunté yo.
“De La-ti-no-a-me-ri-ca”, casi me deletreó.
Ah, mirá vos, no tenía ni idea de que me escuchaban ahí,
o que sabían mi nombre. ¿No es increíble?
Latinoamérica. Algún día debería viajar ahí.
“Pero te detestan, Ryan”, dice mi amigo.
“Piensan que sos un cowboy cabeza,
un camionero republicano”.
¿Ah, sí? Lo mismo decían de Springsteen en los 80.
Y ahora todos quieren imitar a Springsteen.
“Pero vos no tenés ni ahí el talento de
Springsteen, Ryan”, me aclara mi amigo.
Lo sé, lo sé, por eso nunca me tuve que bancar
que me señalaran como a un nuevo Dylan.

Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico
Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico

Esta mañana me siento un poco abatido,
creo que me voy a quedar en casa.
Había que hacer una serie de arreglos con la banda,
pero mejor me voy a poner a escribir otra canción.
Después de todo es lo único que sé hacer.
Este es un país grande, pero a veces
no queda ni un solo refugio.
No quiero que me hablen de la guerra de Irak,
esa maldita guerra me tiene cansado.
No quiero ponerme a criticar a Bush,
es otro presidente que me tiene harto.

Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico
Yo solía ser una revelación
Pero ahora soy solamente un músico

Cuando tenga 70 años, si es que llego a los 70,
los pienso llamar a todos, a todos sin distinción.
Que vengan Will Oldham, Conor Oberst, Rufus Wainwright,
Sufjan Stevens, Jeff Lewis y Micah P. Hinson.
Que venga Devendra si quiere, y Antony también.
Que vengan los viejos, Pollard, Barlow, Chesnutt.
Tal vez hasta esté Nacho Vegas por acá,
buscando alguna canción de Townes Van Zandt.
¿Quién sabe? Que vengan todos, todos de los que
ahora me olvido. Total, qué carajos nos va a importar
a los 70 lo que hacíamos cuando teníamos 30 años.
Así, juntos, felices y borrachos,
vamos a ir hasta la tumba de Elliott Smith,
o donde estén los restos o las cenizas de ese pobre cristiano,
y a coro vamos a decirle: “No te perdiste de nada,
sólo matamos el tiempo con nuestras canciones”.

Todos fuimos revelaciones.
Ahora somos solamente músicos.
Todos fuimos revelaciones.
Ahora somos solamente músicos.

She's leaving home

(Most of what follows is true)

Daniela vivía en el complejo de casas de la Fábrica Militar de Fray Luis Beltrán. En los años 80, cuando volvió la democracia y se empezaron a sacar los trapos sucios de los milicos al sol, no estaba muy bien visto vivir ahí. Nadie lo decía, por supuesto, pero era notorio que el lugar tenía una connotación negativa. Eso no era lo único “extraño” en Daniela. Su familia eran sólo ella y su mamá (tal vez la persona más vital y alegre que conocí en mi vida), y creo que también había una abuela por ahí… Pero no había padre a la vista… Para alguien que venía de una familia dominada mayormente por hombres como la mía, ese “detalle” era motivo para generar cierto sentimiento de incomodidad. Claro que mi vieja nunca me preguntó ¿quién es el padre de Daniela? Pero cuando hablábamos de ella o de la madre, yo podía ver esa profunda curiosidad en los ojos de mi vieja, una pregunta callada que insistía: Y el padre de Daniela, ¿quién será?
En el colegio, donde por casualidad nos conocimos (ella iba a otro curso), Daniela era “la fan de los Beatles”. Y en especial de Paul McCartney. O de Paul, como decía ella. “Pol, pol, pol…” era el sonido que salía de su boca todo el tiempo. Un día me fue a buscar en el recreo y empezó a los gritos: “¡Recibí carta de Paul! ¡Recibí carta de Paul!”. Yo no entendía nada. Tampoco me interesaba. Resulta que no era una carta de Paul, pol mismo. Era una respuesta que había recibido del super fans club super oficial de Paul McCartney en Inglaterra, con unas estampillas que me dijo que iba a atesorar como la carta misma, cuyo contenido jamás llegué a ver (o me olvidé), de tan ultra exclusivo, ultra importante que era.
Supongo que en aquella época Daniela me quería cooptar para las huestes beatlescas. Es cierto que yo estaba interesada en el rock, pero solamente había escuchado a Bruce Springsteen. También había empezado a leer sobre la historia del rock, con una gran curiosidad por su origen, y estaba hurgando, cronológicamente, en los nombres de los 50: Chuck Berry, Buddy Holly, Elvis, Little Richard, Jerry Lee Lewis… Todo muy americano… Cuando finalmente Daniela me pasó un compilado de los Beatles en cassette, como si se tratara de alguna fórmula para hacerse millonario, lo escuché con paciencia y se lo devolví, con una única y terminante respuesta: “Daniela, esto está bien, algunas canciones ya las conocía de la radio, pero parece el coro de los monaguillos en la Iglesia…”. Dios sabe que ése era el peor de los insultos… A nosotras nada nos parecía más molesto que tener que ir a misa los domingos y escuchar a esos nabos de los monaguillos (que hacían suspirar a nuestras compañeras) cantando esas letras franciscanas con tantas bellas pero reiterativas intenciones nos ponían los pelos de punta.

Un día, a la salida del colegio y a las corridas, Daniela me pasó un papelito que cambió todo. Solamente decía “Gritad!, de Philip Norman”. “Fijate si cuando vas a Rosario me podés conseguir ese libro”, me pidió. Ella sabía que yo tenía contactos con “la gran ciudad”, como veíamos a Rosario entonces. Mi abuela paterna vivía ahí, una señora coqueta que me llevaba a pasear por el centro y me daba todos los gustos. Al libro lo encontramos enseguida. Estaba en la librería del segundo piso de La Favorita, la tienda preferida de mi abuela, y la mía también, porque tenía una escalera mecánica. Ahora no recuerdo bien cómo fue. La cosa es que yo terminé con el libro en mis manos. Creo que mi abuela propuso comprar dos: uno para Daniela y otro para mí. El libro tenía buena pinta, tenía fotos. Era una biografía de los Beatles.

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Yo nunca fui una gran lectora, pero “Gritad!”, con ese título horrible de traducción gallega, me fascinó desde un principio. No dejaba de ser una típica historia de postguerra, y yo ya estaba interesada en las historias de la Segunda Guerra a través del cine. Cuando mis compañeras de la primaria decidían que era “día de chupina”, recuerdo que iba a la biblioteca a leer cómo se había gestado el régimen nazi, y cómo los americanos “nos libraron” de esa pesadilla.
La infancia de los Beatles, además, tan bien narrada por Norman, se podía leer como una verdadera novela. Yo sentía que estaba releyendo algo así como “Hombrecitos” o “Mujercitas” pero mucho mejor, porque eran personajes reales… aunque el concepto de “realidad” se me desdibujaba constantemente. Muchas veces veía a los Beatles como personajes de ficción: esas infancias marcadas por la muerte, la orfandad, el abandono, las carencias relacionadas con la postguerra… Eso era tan diferente al mundo que yo conocía y que me rodeaba. Tanto que hasta el día de hoy sigo pensando que la historia de los Beatles tal vez fue la ocurrencia de un guionista.
La música recién apareció cuando empezó a ser nombrada en el libro. Es decir: yo escuché los discos de los Beatles por primera vez en un involuntario pero impecable orden cronológico, con su correspondiente correlato biográfico, contexto histórico, social, etc. Entonces no me daba cuenta, pero esta forma de escuchar, que me iba a acompañar prácticamente toda la vida, condicionó en gran parte mi relación con el rock y, a la postre, mi visión (por la cual me he peleado con mucha gente) de la música.

Había otro asunto que no era menor: la música apareció después porque era más difícil de conseguir. Durante los años 80 mi familia estaba muy ajustada de guita. A veces no se llegaba a fin de mes y a los chicos se nos compraba apenas lo necesario: comida, ropa y útiles escolares. Lo demás era considerado superfluo. Un cassette no era sólo un lujo, era algo que simplemente no servía. Para las golosinas y los regalos estaban las abuelas, pero incluso su generosidad se veía recortada por las necesidades de mis viejos, que no tardaron en instarles a que nos compraran ropa y “cosas útiles”.
En esa situación, yo sentía que ya no estaba completamente habilitada para pedirle “todo” a mi abuela paterna. Además me parecía un abuso. Entonces empecé a rapiñar de donde viniera: me quedaba con monedas de los vueltos de los mandados (con la excusa de la inflación), me ahorraba la merienda del colegio (mientras la panza me hacía ruido del hambre cuando veía las kremokoas y las surtidas de Terrabusi) y también empecé a mentir descaradamente. Decía que perdía “cosas útiles” que necesitaban ser repuestas y después, con los años, un supuesto “fondo” para el viaje de estudios jamás llegó a la escuela. En una jugada discutidamente honesta, un día le pedí a mi vieja que suprimiera su único lujo (la señora de la limpieza), para pasar a hacer ese trabajo en casa y cobrar por hora lo mismo que la empleada (ni un peso más ni uno menos).
Así, entre trapos de piso, lustramuebles y desinfectantes para el baño fui escuchando los discos de los Beatles. Al principio, tantas vueltas para conseguir el dinero no parecían valer la pena. Desde “Please Please Me” hasta el mismísimo “Rubber Soul” ningún disco del grupo realmente me conmovió. Aunque algunas canciones me obligaban a rebobinar y rebobinar para repetir la escucha, en otras seguía simplemente escuchando al “coro de la Iglesia”, como interpretaba en aquel entonces a esa catarata de armonías.
Mientras tanto, y ese era “el problema”, la biografía se volvía cada vez más apasionante y compleja. Yo tenía la certeza de que iba a seguir esa carrera hasta el final, y justo en ese tramo donde empecé a flaquear, justo a tiempo apareció “Revolver”.
“Revolver” me debe haber agarrado limpiando los muebles del living. “Taxman Mr Wilson, taxman Mr Heath”. Y yo sabía quiénes eran esos tipos… Y los coros de los Beatles no volvieron a sonar tontos nunca más…Y Paul McCartney, que hasta entonces no pasaba de ser el objeto de adoración sin sentido de Daniela, liquidaba ahí en dos minutos la historia de la soledad del mundo. O cantaba para nadie… Y estaban esos sonidos orientales que nunca había escuchado en mi vida… Y Lennon repitiendo “ella dijo, ella dijo: yo sé lo que es estar muerta”… Al final, con “Tomorrow Never Knows”, sentí una especie de mareo (y la sensación de mareo era muy real) que me iba a durar años.
Era el mareo de vivir una década en otra. Yo caí como por un embudo en los sesenta, mientras los ochenta taladraban con sus rankings y su infatigable pop. Y todo se mezclaba. Era tan confuso como estimulante. Empecé a buscar información sobre los beatniks, los hippies… Empecé a adoptar algunos de sus principios… Para cuando llegué a “Sgt. Pepper” ya estaba totalmente “convertida”…en una persona que a mi familia y a mis amigos les costaba reconocer. En apariencia seguía siendo la misma, pero mi cabeza era un embrollo. Sentía que estaba experimentado en tiempo presente el mismo vértigo, el mismo entusiasmo, la misma curiosidad voraz que, según describía Norman, generaban los Beatles 20 años antes.

Con Daniela nos convertimos en amigas y compinches, aunque nunca logró convertirme en una prototípica fan de los Beatles. Yo no tenía beatle preferido, no recortaba sus fotos, no me interesaba la “trivia” y además escuchaba a otros grupos.
Recuerdo sí que transcribíamos los relatos de los documentales con la historia de la banda. Era un trabajo de hormiga, absolutamente innecesario, pero lo disfrutábamos mucho. También seguíamos un programa de Radio Nacional que contaba la historia del rock, y se explayaba a gusto sobre los Beatles. El único inconveniente es que empezaba justo a la hora en que estábamos por salir del colegio. El día en que iban a diseccionar al detalle el “Sgt Pepper” simulé estar descompuesta para faltar a clase. Todavía recuerdo a mi vieja llevándome la comida a la cama, y yo me hacía la que comía despacito, porque supuestamente me sentía mal. Y cuando se iba, después de pedirle que cerrara la puerta, atacaba el plato con todo mientras subía el volumen de la radio y con la otra mano tomaba nota de cada uno de los personajes de la tapa del disco. Daniela, que venía de una educación menos conservadora, ese día se escapó de la escuela antes de hora, burlando la vigilancia de las monjas.

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“Los Beatles eran ridículamente populares. Todo fue tan fácil para los Beatles… Nosotros siempre tratamos mal a los demás, queríamos sacar ventaja de los demás, porque creíamos que el mundo estaba en nuestra contra”.
Mick Jagger

La adolescencia no es la mejor edad para conocer a los Beatles. Los Beatles pertenecen a la infancia, a los hijos de los padres que los escucharon… Es comprobable: los chicos se enganchan fácilmente con muchas canciones de los Beatles, mientras que son capaces de huir, o de estallar en un ataque de llanto, si les hacen escuchar a otros grupos de rock de los sesenta.
Tardé muy poco en descubrir que los Beatles eran para complacer, no para rebelarse. Quiero decir: ¿a quién no le gustan los Beatles? Recuerdo que la profesora de Lengua y Literatura se había puesto de punta conmigo por ciertas cosas que escribía, hasta que un día, en una suerte de “trabajo libre”, me tomé la molestia de recopilar frases “ingeniosas” de los Beatles y las transcribí en una cartulina tamaño poster, con una caligrafía minúscula y muy prolija, de forma que fueran dibujando la manzana que era el logotipo de Apple. La profesora quedó encantada con el laburo, y no paraba de reírse con las “ocurrencias” de los “cuatro de Liverpool”, a quienes seguramente había escuchado cuando era joven.
El tema es que en la adolescencia uno tiene esa compulsión a rebelarse. Y en ese sentido “complaciente” a mí los Beatles me sacaban… Tampoco tardé mucho en darme cuenta con qué desprecio Philip Norman se refería, en su bio de los Beatles, a unos tales Rolling Stones. Yo sólo había visto fotos de ellos en algunas enciclopedias de rock (alguna vez existieron las enciclopedias de rock) y parecían unos tipos anodinos o directamente desagradables. De todas formas, la figura de Jagger, presentada por Norman como una persona ladina sin demasiados escrúpulos, me causaba una perversa curiosidad.

Desde un principio, todo sucedió de una manera diferente. Acá la música llegó antes, como una maldición arrebatada, inexplicable, sin orden cronológico… Esta anécdota la debo haber contado un millón de veces, y así y todo no termino de creerla. Una tarde fui a un video club a alquilar “Apocalypse Now”, y a la noche, cuando abro la caja, me encuentro con un video llamado “Rewind”, de los Rolling Stones. La puta, me dije, el empleado se equivocó. Y ya era tarde para hacer el cambio. ¿Qué hago? Acá están estos dichosos Rolling Stones… Mi familia estaba durmiendo. Estaban acostumbrados a que yo me quedaba viendo pelis hasta tarde… Entonces, con cierto temor (de Dios, de los Beatles, qué sé yo) enchufé el video en la casetera y me senté a esperar.
“Rewind” hizo que el sacramento de la confesión, que ya me estaba hinchando las pelotas, dejara de tener sentido. Lo que había en ese video era “inconfesable”. Si me hubiesen dejado sola, atada y mirando una película de terror la experiencia hubiese sido más grata. El cantante me horrorizó: estaba maquillado como una mujer y hablaba como un imbécil. No entendía por qué tenía tanta necesidad de gesticular y mover el culo delante de la cámara. Los tipos de alrededor… una cohorte de impresentables. En un video (el de “It’s Only Rock and Roll”) parecía que el guitarrista “feo” (Keith Richards) se estaba muriendo. Creo que había extractos de una conferencia de prensa, donde los tipos estos tenían una cara de desprecio que metía miedo, y después secuencias borrosas de una “fiestita” en un avión, con chicas desnudas que iban y venían… Me fui a acostar perpleja, pensando que Philip Norman tenía razón…
El verdadero problema, sin embargo, empezó a la mañana siguiente… me desperté canturreando “She’s So Cold”. Y “Angie”. Y “Miss You”. Bueno, no es para acusar… era lo poco que había escuchado… Para desconcierto del empleado del video club, mi dieta de cine de autor empezó a ser reemplazada, casi a diario, por… “Rewind”. Lo habré alquilado unas 15 veces. De a poco fui aceptando lo que después reconocí como una de las máximas del rock: que aquellas canciones y la facha de esos monstruos eran inseparables.
También hay que reconocer ahora que aquella era una época de gracia: por el 85 se estaba reeditando en Argentina casi toda la discografía de los Rolling Stones, remasterizada y demás cuentos (¡esos discos nunca sonaron “bien”!). Entonces en las vidrieras no tenías sólo “Dirty Work”. También tenías la fabulosa tapa de “Let It Bleed”, como recién sacada del horno. Recuerdo que compré ese disco con una bolsa de monedas, y que me latía el corazón a toda velocidad por el miedo a que las monedas no alcanzaran. Al final faltaron algunas, sí, pero el dueño de la disquería me dijo una frase que jamás voy a olvidar: “Está todo bien, llevalo”.
Después vinieron el vinilo de “Aftermath” y un compilado de singles. De golpe me sentí identificada con la voz ponzoñosa de un tipo que cantaba sobre insatisfacción, muerte, violencia, hastío, frustración, madres empastilladas, chicas estúpidas, chicas con ataques de nervios y amantes desquiciadas… Já, qué compañía… Qué manera de forjar una “mentalidad femenina”… Qué linda, qué buena gente los Rolling Stones… Y no lo digo irónicamente… Yo aprendí muchas cosas de ellos, como vivir y trabajar desde la adversidad, sin que eso signifique necesariamente una carga, y a veces hasta parezca divertido. Además en la adolescencia el tema del sexo es todo un rollo, y yo creo que aprendí de qué se trataba eso nada más escuchando “Goin’ Home”… Fue un mareo similar al de “Tomorrow Never Knows”, pero un poco más placentero…
¿Y las guitarras? ¿Por qué sonaban así, como desnudas, con ese eco duro y metálico? ¿Y la armónica? ¿Por qué se metía como una víbora en el oído? ¿Y el bajo, por qué “retumbaba”? ¿Y las armonías vocales, dónde carajos estaban las armonías vocales? Nada armonizaba con nada. El sonido solamente perturbaba y contagiaba.
Lástima que el tema de la guita se empezó a poner áspero, muy áspero, mientras más crecía mi descontento hacia ese problema, mi familia, la escuela y la sociedad en general. Para comprar “Beggars Banquet” robé plata. Pero no fue un robo cualquiera. Ahora me puedo reír de eso y hasta contarlo. Pero entonces fue como la peor de las traiciones, en nombre del mejor de los discos. Daniela me había encargado que le comprara un póster “especial” de los Beatles en Rosario. Y yo voy y compro el poster, pero con parte del vuelto (de “su” vuelto) compro el disco de la tapa del baño público graffiteado. Por esos días Daniela no sabía nada del “affaire” Stones, y yo tampoco quería que se enterara. Me limité a “dibujar” el precio del poster, debido a la bendita inflación, y supongo que nadie se enteró de nada.
En retrospectiva, creo que a ella no le hubiese molestado tanto el hecho de la plata, pero sí que “Beggars Banquet” me haya cambiado la vida. Nunca me lo dijo. Seguramente no era necesario.

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No suelo darles demasiado crédito a las historias que intentaron poner a los Beatles y a los Stones en un plano de amistad, complicidad, pequeñas colaboraciones musicales, arreglos por debajo del escritorio con respecto a la competencia comercial, etc. Es innegable que todo eso existió, como también es evidente que tanto los Beatles como los Stones eran un puñado de burgueses con talento que, como tales, esperaban el merecido reconocimiento, la fama y la plata para comprarse la casa y el autito de moda. Pero creo que cualquier punto de contacto queda finalmente desestimado por las diferencias abismales entre los grupos.
Hay una serie de “paralelismos” biográficos que siempre me fascinaron, y que determinaron en gran parte la obra y la historia de las dos bandas. Ya desde la infancia, y concentrándose en las duplas creativas, las diferencias no podrían ser más notables. Mientras que Lennon y McCartney se criaron en un ambiente de orfandad materna, Jagger y Richards crecieron en medio de familias muy presentes y sobreprotectoras. La figura de la madre era particularmente dominante, hasta el punto que para uno de ellos se convirtió en insoportable. Mientras que en Lennon y McCartney el talento compositivo fluía, en Jagger y Richards nació con fórceps. Su manager los encerró en una habitación y decidieron no salir hasta que hubiesen escrito una canción.
Cuando los Beatles llegaron a Abbey Road por primera vez se encontraron con George Martin, un tipo experimentado en la producción y los estudios de grabación. Cuando los Stones se estrenaron en un estudio tenían como productor a su manager, Andrew Loog Oldham, un publicista muy joven, hábil y ambicioso, pero que no tenía ni idea de cómo ni dónde apretar un botón.
En 1967, los Beatles tuvieron que soportar la pérdida de su manager, Brian Epstein, tal vez el único tipo que los craneaba como grupo, como una unidad. Brian murió misteriosamente, dejando varios negocios fallidos detrás. Ese mismo año, los Stones lo despidieron a Oldham, con la misma displicencia con la que hubieran despedido a un jardinero de sus mansiones. Por esa época las bandas planearon posibles inversiones conjuntas en un estudio y una oficina de promoción, pero Jagger abortó el proyecto enseguida cuando vio “la falta de control de gastos” de la otra parte.
A fines de los 60, los Beatles se hundieron en el despilfarro y en un caos financiero, esperando que Allen Klein les solucionara todo mágicamente (bueno, al menos esto nos “regaló” una hermosa canción: “You Never Give Your Money”… your money! Já). Jagger, del otro lado, empezó a controlar de cerca a Klein (que también era manager de los Stones), le recortó funciones y hasta puso el ojo en los libros contables (esto terminó en un amargo juicio en el cual las dos partes tuvieron que ceder).

Más allá de los datos concretos, y observando cómo se desarrollaron ciertas situaciones a través de los años, me queda la sensación de que los Stones eligieron su camino como banda, que tuvieron el deseo de torcer o de romper estructuras muy establecidas, mientras que a los Beatles los veo como a tipos arrastrados por el destino, signados por la fatalidad. A veces pienso que hasta el asesinato de Lennon parece adecuarse a ese “plan”.
En el otro extremo, siempre digo que los Stones tenían tal control del descontrol, tan fuerte era su voluntad de dominar la situación, que ni siquiera dejaron que Brian Jones se les muriera en la banda. Un mes antes, y pensando en una gira que estaba por venir, lo echaron.

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Puede ser que las canciones no cambien el mundo, pero las de los Beatles transformaron una ciudad. Y tratándose de Liverpool eso ya es mucho mérito. Ningún turista iría a parar a ese puerto si no fuera por la historia del grupo. Hay un –ciertamente ridículo- colectivo multicolor a la Magical Mystery Tour que te lleva por los “lugares beatle”. Recuerdo que era un día de otoño nublado, horrible, pero el “guía” de la excursión dijo: “Esto es un buen día para Liverpool, hace dos semanas que no paraba de lloviznar”.
Hay cosas que nunca pude olvidar: la primera es la diferencia entre las casas natales de Lennon y McCartney –de fachadas espaciosas, ubicadas en barrios residenciales de clase media- y las de George y Ringo, casitas pequeñas, de apariencia humilde, ubicadas en barrios claramente obreros. La segunda es el estado de abandono del cementerio de la iglesia de St. Peter, donde se encuentra la tumba de Eleanor Rigby. Los yuyos estaban crecidos por encima de las tumbas, enmohecidas y rotas. Se notaba que el guía sentía un poco de vergüenza ajena al mostrar eso, y con un tono de voz muy suave comentó: “Ya le pedimos a la Municipalidad varias veces que lo arregle”. La Municipalidad –el ayuntamiento de Liverpool- es un tema aparte. Fueron las autoridades locales las que, en los años 70, “rellenaron” el Cavern auténtico para convertirlo en un estacionamiento. Más tarde se construyó una réplica turística del Cavern, al lado de donde estaba el original, que ahora es la que visita medio mundo. Un bochorno.
También hay sensaciones que no puedo olvidar: la tristeza frente a Strawberry Fields, poniendo cara de póquer para la foto… Había unas fans australianas que no paraban de farfullar, pero ahí se quedaron increíblemente calladas. Me pareció que era el silencio de la muerte… Después está Penny Lane, la calle de la canción, que tiene innumerables vueltas. Cuando llegamos ahí el cielo de golpe se despejó ¡se puso azul! Y por supuesto pasamos por la peluquería. A esa altura (1997) yo creía que aquello que contaba Philip Norman (que los peluqueros saludaban muy entusiastas a las legiones de fans) ya se había agotado, o que habrían puesto a maniquíes o robots a hacer un gesto tan pavo. Pero no. Ahí estaban los “barberos” de Penny Lane, desde su vetusto local, agitando las manos como locos de alegría. Ante esa muestra de candidez, la verdad es que no pude hacer otra cosa que saludar sonriente, como todos los demás.

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Los mejores “lugares beatle”, de todas formas, hay que buscarlos en Londres. No lejos del mugroso Piccadilly Circus, yendo por la atestada Regent St, hay una callecita llamada Savile Row. Es una especie de atajo donde el ruido de la ciudad se vuelve un silencio balsámico y el tiempo parece haberse detenido. Ahí está lo que era el edificio de Apple, impecable, con su fachada blanca y sus ladrillos vistos oscuros en las plantas superiores, tal cual se lo veía en las fotos o los videos de los 60. En Savile Row no hay tránsito, y yo sentía que habían cerrado la calle para mí, para que me quedara contemplando ese edificio que vio cómo los Beatles se desintegraron, entre canciones geniales, contadores, ñoquis, hippies fumones y vendedores de espejitos de colores… En el 97 eso era la sede de una asociación de arquitectos o algo así. Llamé a la puerta varias veces, con el objetivo de llegar a las oficinas y a la terraza, pero nadie atendió, obviamente.
Si alguna vez tienen la oportunidad de ir a Londres, no pueden dejar de tomar la línea de subte Jubilee, hasta la estación de St. John’s Wood. Ahí van a entender por qué los Beatles decidieron ponerle a un disco el nombre de una calle, y convertir a un simple paso de cebra en uno de los lugares más famosos del mundo.
Cuando me siento triste o enferma, a veces cierro los ojos y me veo ahí, subiendo por la escalera mecánica del subte, saliendo a las calles soleadas del barrio St. John’s Wood, con sus casas elegantes pero para nada presuntuosas, con sus árboles y sus enredaderas, esquivando a los molestos vendedores de merchandising beatle y a los turistas que quieren sacarse “la foto” cruzando “la calle”, y siguiendo el serpenteo de Abbey Road, escuchando en el walkman “Mean Mr. Mustard”, “Polythene Pam” y “She Came In Through The Bathroom Window”… Si algún Dios me concediera un último deseo, antes de dejar este mundo miserable y gélido, pediría poder caminar un día de sol por Abbey Road.

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“Estuve aguantando hasta que JoanMa se fue a la Ludoteca para poner el cd en el ordenador y que la voz fluya por los parlantes... Siempre llega cuando más lo necesito... Se me caen las lágrimas... Estoy tan contenta.
Me compré la edición De luxe, está preciosa!!!!
No sé si me voy a aguantar ver el dvd....
Bastante tuve en you tube....
La música sigue.....”


Este es el último mail que me mandó Daniela. Por supuesto es sobre el nuevo disco de “Paul”, “Memory Almost Full”. Supongo que ya vendrá mi respuesta, tratando de suavizar mi impresión: que el disco en realidad no me convenció (salvo algunos temas como “Only Mama Knows”, “You Tell Me” o “Gratitude”), o que tal vez pierde mucho en comparación con el anterior, “Chaos and Creation…”, de lo mejor que grabó McCartney en su carrera solista. También haré algunas bromas sobre “Pol”, seguro (y que conste que Daniela ha hecho algunas de las bromas más crueles –y chistosas- que escuché sobre Jagger).
Lo que no voy a poder, seguro, es ver la expresión de Daniela ante mis críticas opiniones. Desde hace siete años ella vive en España, y desde hace siete años se queja de mi mala costumbre de no contestar todos los mails, o de ser alérgica al chat o reticente a mandar fotos. Y tiene razón.
Daniela es feliz en España. Ahí están su familia, su marido y su hijo. Ahí consiguió con esfuerzo dedicarse a lo que le gusta. Además creo que siempre odió a la Argentina, tanto o más que a los Rolling Stones. En España también pudo ver en vivo varias veces a McCartney (cuando estuvo en Buenos Aires no tenía plata para ir), y en algún lado debo tener guardadas las fotos que me mandó de uno de esos recitales, junto con una lámina que tenía pegados los papelitos picados que tiraron al final del show (¡Sí, los papelitos picados!).

Yo hace años que no escucho a los Beatles. Pero hace unos dos meses me puse a repasar lo poco que tengo de ellos en CD con la excusa de escribir este texto. No fue precisamente una experiencia placentera. Y no tenía por qué serlo. Todavía me hago la distraída cuando veo a “Submarino amarillo” en la lista de temas de “Revolver”. Es una canción que no puedo soportar ni un segundo. Lo mismo podría decir de “Ob-La-Di, Ob-La-Da”, “Octopus’s Garden”, “Maxwell’s Silver Hammer”, “Revolution 9”… La lista es bastante larga… Nunca pude disfrutar de un disco entero de los Beatles. Ni en los 80 ni ahora. Salto temas a lo loco. El “Album Blanco” es un festival del zapping. Tendría que armarme mi propio álbum blanco, que no sería doble, por supuesto.
Igual, volver a “Revolver”, “Rubber Soul”, “Sgt. Peeper”, “Let It Be” o “Abbey Road” fue emocionante. Fue un torbellino de recuerdos. Pero no de recuerdos propios. Son recuerdos de las canciones, que viven por encima y mucho más allá de uno. Aquellas canciones que me impactaron en los 80 (desde “Tomorrow Never Knows” hasta “A Day In The Life”, desde “For No One” hasta “I’ve Got A Feeling”, desde “Love You To” hasta “Strawberry Fields”) ahora sencillamente me sobrepasan.
En algunos casos redescubrí una belleza perdida, como en “Two Of Us”, que me hizo llorar; como en la adorable “Something”, que creía quemada por las radios; como en “Savoy Truffle”, que todavía no puedo parar de bailar, o la olvidada “Wait”, que no puedo dejar de cantar. Tal vez recién ahora soy capaz de comprender las letras de “I’m So Tired”, de “While My Guitar Gently Weeps” o de “She’s Leaving Home”.
Lástima que hay canciones que ya no puedo escuchar, que me provocan un nudo en la garganta que siempre termina en llanto. Son algunos temas de Lennon que, por algún motivo, me hacen sufrir la absurda muerte del tipo.

Hace unos días me topé en un bar con una revista (no recuerdo si fue la de Clarín o La Nación) con una nota (más y van) sobre el (otro) aniversario de “Sgt. Pepper”. Había unos columnistas que seguramente fotocopiaron lo que escribieron diez años atrás y le metieron algunas pequeñas modificaciones. Me entristeció ver una foto a toda página de los Beatles reducidos a ser cuatro maniquíes con trajes multicolores. Alguna vez, en el mismo lugar, nos van a encajar una foto de los Danger Four y no nos vamos a dar cuenta.

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Hoy estuve en la casa de mis viejos. Por un rato me detuve mirando aquel añejo póster adolescente de los Beatles, perfectamente enmarcado, que está en mi habitación (o lo que iba a ser mi habitación, porque yo me vine a vivir a Rosario casi al mismo tiempo que mis viejos estaban estrenando su segunda casa). Me quedé unos minutos pensando en una infancia imaginaria que no tuve, escuchando los discos de los Beatles que podrían haber comprado mis viejos en su juventud. Pero ellos nunca escucharon un disco de los Beatles… No sé, quizás haya sido mejor así…
Ese póster siempre va a estar ahí, ahí o en otra casa, como esas cosas importantes que pasaron hace muchos años, como esas cosas fatales que se arrastran sin saber bien por qué, cómo, cuándo ni dónde empezaron. Ahora esas imágenes de los Beatles no sólo me parecen lejanas, también me parecen ajenas, tan ajenas como la enorme y cómoda casa de mis viejos, que también solía ser mi casa… Entonces, antes de que aparecieran otros recuerdos, me levanté de la cama, acomodé mi bolso, cerré la puerta de la habitación y me fui.